jueves, 5 de noviembre de 2020

Aníbal Costilla

 


Aníbal Costilla
(El Mojón, 1980)


La urdimbre del miedo, Buenos Aires, Buenos Aires Poetry, 2020.
 
 












XVIII
 
En la entrada del pueblo solía haber un gran arco
blanqueado de cal. Dibujaba unas líneas sinuosas
que se elevaban hasta casi tocar las nubes.
Más allá las casas, marrones y grises, despintadas,
sobresaliendo por entre las ramas de los árboles,
un sobresalto de espera, de perros, detrás de los portones.
 
Con el tiempo se fueron agregando edificaciones
que la pericia de los propietarios había planificado
en demasía. Eran tiempos de pensar en el presente,
olvidar el crimen, salir de los escondites,
ventilar las habitaciones, apurar el trámite
antes del mediodía, para sopesar
las posibilidades de alguna ganancia.
 
Toda amistad había solicitado el favor, costaba trabajo
ser imparcial, practicar la juventud sin dinero era fácil,
salir a los billares, fiar cervezas hasta el infinito,
poner una ficha en la rockola, aguardar el sonido de la cumbia,
seguir destapando botellas al costado del asfalto,
o en el bar sin clientes, bailar con la cabeza agitada,
jugar a ser jóvenes era perder el tiempo
mientras llegaban los adultos.
 
Todo tenía su justa explicación, nada era cosa de dios
o el demonio. Habíamos perfeccionado el instinto
y podíamos predecir los resultados.
 
Qué importantes éramos todos. Teníamos la sed
del río hinchada de soberbia. A pesar de la vida,
o de la muerte, conocer los pormenores
habilitaba una resistencia al destino, como si con ello
iniciáramos una religión.
 
 





XXIII
 
Yo digo el día,
como antes dije la noche,
pero son animales diferentes,
dos versiones de la misma mentira.
También digo día
y salta un pájaro, vuela desde un escondrijo de tiniebla,
y digo noche, como si aún no existiera,
como si me faltara la respiración hasta que no se mueve,
una pantera abre la boca e ilumina la pereza del camino.
 
He dibujado con tus dedos una forma de amor en la tierra,
luego soplé suavemente sobre esos trazos.
Aletea la noche, y se estremecen los animales de la luna,
quizá piensan que vamos a amarnos para siempre.
 
Con un chasquido tuyo el día abre luces,
a pesar de nuestra ceguera,
penetras por mi cuerpo, como una lluvia de la loma.
Yo te dejo ir, sabiendo que nada puedo hacer ahora,
el chumuco del deseo me zambulle en tu remanso.
 
 
 
 
 
 
 
XXVII
 
No se pueden afilar las tijeras del miedo,
no se puede morder el rencor que se esconde en las valijas,
no se puede herir a la serpiente que sostiene la antorcha
en lo alto de los barcos, está prohibida
la insurgencia sin oros,
no se pueden descartar los hechizos
que no dieron resultados,
cómo se hace para decirle a la lengua
que la música se quedó sin instrumento,
cómo se hace para saborear el vino
que atrajo el festín de los caídos,
no se puede detonar la belleza
que duerme en la almohada del espanto,
no se pueden conjurar los espejos, ellos nos deforman
para hacernos más reales, más dignos de algún día de sol,
visibles para sorprender a la sombra de la llama del día,
no se puede jugar con el universo,
es un escudo de nosotros mismos.
 
 
 
 
 
 
 
 
 


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