jueves, 5 de febrero de 2015

Rita Kratsman



Rita Kratsman (CABA), Giverny, El jardín de las delicias, Buenos Aires, 2014.


















hablando de sauces no es sino la inclinación servil
de sus ramas 


también me da tristeza
que con la lluvia se haya ido el tiempo
aparezco ante el color
con qué alegría ladrona de arco iris 


después de los velos la cadencia es de pájaros
el lugar
alberga la casa y el jardín donde
también hay gatos y quién sabe hurones aunque
ésta no es la casa de Neauphle
una sola cosmogonía: casa jardín bosque 

el rumor de un tren en el girasol de las orejas
activa el ritmo de una idea
la noche
está para dejarla reposar
instante en que el color también se tiende 













cuando miro las hojas caer
y rodar por el pasto
no me da miedo el paso de la luz, aunque
el miedo no va a frenar la noche, todo va
hacia una fábrica silenciosa de palabras 


a veces descubro
una escama luminosa en alguna de ellas
¿tengo la obligación de hacer otra cosa? 


un sepia baña las estatuas dei bambini, el musgo del estanque
se oscurece y el agua
forma trenzas blandas y movedizas 


escribir también es aullar sin ruido dice Duras
después de recorrer los senderos que creí haber explorado
el poema avanza hacia su lugar o
en busca tal vez
de una nota perdida 


acá se produce de verdad el conticinio
hasta los estúpidos abejorros
dejan de zumbar durante el azul-ceniza
una frase apaisada contrastaría con el pasillo de la noche


















miércoles, 4 de febrero de 2015

Carlos Battilana







Carlos Battilana (Corrientes/Buenos Aires), Velocidad crucero y otros libros, Editorial Conejos, Buenos Aires, 2014.


























El orden
nos ha herido
hasta
petrificarnos
pregunto
entonces
por la fuerza
que el cuerpo
puede
dar; si tomo un manojo
de pasto
¿las cosas
cambiarán?
Aislado
del cielo
espero de él
muchas más cosas
de las que di. ¿Será
eso posible
entre
tanta petrificación?
Reduzco
el movimiento
del cuerpo
a velocidad
crucero
encierro
mis deseos
en una habitación
y descubro
al cabo de los años
que no pude
comunicar
una especie de daño
biológico
que el tiempo
alojó
en la memoria
el daño
acaso
lo que no pude
de ningún modo
fue escribir
con distinción
el efecto espeso
de los otros
el movimiento de amor.





* *





Inclinado
el cuerpo
observando la procesión
de insectos y alimañas
descuidé
el jardín
y otros seres
han hecho con él
lo que ahora
es: matas de pasto
manchones de color
marrón
canteros
destrozados, plantas
raquíticas.
El viento
cruza el terreno
pero no es viento,
es brisa fría.
Me mojo
la cara
y veo
los papeles acumulados
las cicatrices o las marcas
concentradas
en el cuerpo
y sin detener el tiempo
recuerdo
que la vida existe
corre por algún lugar.
Celebrar
es también
inclinar el cuerpo
saber
que el día
acontece
en un plano
distante
a la retórica
de lo vital.

martes, 3 de febrero de 2015

Ariel Williams






Ariel Williams (Chubut), Notas de una sombra, Espacio Hudson, Buenos Aires, 2014.
















Parte I



[...]
2

Aprendí a nadar en un río verde que avanzaba por pozos de luz y
silencio. Los peces eran visiones repentinas en el barro.
Braceaba desde un puente rodeado de árboles de ramas negras
hasta donde el río daba al mar. Me acercaba con lentitud
a los sonidos de los pájaros marinos. Movía los brazos como
aspas. Me acercaba al olor a sal y había ahí como un cielo
moviéndose, avanzando y retrocediendo. Una tarde me pareció
ver en el fondo  un pez con mi cara. El animal se detuvo un
instante a mirarme con sorpresa. Después dio un coletazo y
desapareció en la oscuridad.




3

Manejé a la luz de las estrellas. Colgaban sobre mí como astillas
quietas y frías de mica. A veces apagaba las luces del automóvil y
recorría la ciudad. Acelerando. Había fondas abiertas donde se podía
tomar vino o licor y seguir. No sé si buscaba la muerte o la vida.
Salía a la noche, al campo, a la ruta, a playas vacías. Aceleraba.
Las ruedas levantaban piedras del tamaño de una mano.
Si le pegaban a alguien, podían vaciarle la cara. No había nadie.
Tomaba ginebra. Volvía a la ciudad y entraba por las calles.
Hundía el acelerador en el vacío. Al desvestirme, sentía la camisa
empapada, como si me hubiera zambullido en un mar.



[...]

16

Supe que el vacío de la lengua era yo. Sentado en una habitación
de hotel. Las palabras ya no me aludían. Hablarlas o escucharlas
era como ver pasar trenes muy veloces con vidrios negros. Yo decía
o contestaba lo correcto, pero no sabía lo que estaba ocurriendo
adentro. La ventana, la mesa, la cama de la habitación eran
presencias estables sin nombre. Al mediodía y al atardecer,
una mujer venía a golpear la puerta. Yo había aprendido una
conexión entre esos golpes y una escalera y una mesa bulliciosa
y el movimiento de masticación. Aunque esa serie estaba siempre
en peligro de ser interrumpida por una noche gigante.




[...]
 20

Una mujer que reía en el silencio. Una tarde se puso un vestido
rojo y me llevó a una llanura donde el cielo era una extensión
sin límites de luz celeste. Qué importaba si al recostarse sobre
el pasto se veían unas manos oscuras trepando por su cara.
En las junturas del mundo aparecieron seres diminutos
que también tenían ojos y bocas. Nos reímos a carcajadas del cielo
que se iba volviendo violeta. En un cascote vivía una araña
solitaria. Pensativa, quieta durante horas. La Vía Láctea pasaba
como una hilera de lámparas por sobre sus ojos mudos.





Parte II



[...]
4

Las camisas serias en las perchas. Con sus corazones de tela, con
sus manos ausentes planas. Como si fueran pieles de qué animales.
La parsimonia de la muerte.
Un vaso tiene dedos amarillos que usan la sombra para avanzar.
Qué buscan sobre la mesa. Tantean entre las migas. Qué harían
con lo que encontraran. El cristal desea algo vivo.
Las cortinas mueven suaves sus alas de mariposa gigante. Cerca
de ellas, van niños a jugar y miran a través de los vidrios. No ven
las patas grises de esos bellos insectos, enormes, posadas sobre
la pared.




[...]
9

La ropa de los muertos, hundidos en la tierra. No se trata de la tristeza.
Pulóveres con huellas de sonidos de corazones, zapatos con sudor
de pies que ahora son sombras adentro de un pedregullo. Las camisas
vuelan vacías de hombres. Hay un vestido acostado sobre una cama.
La que lo iba a usar duerme escondida en la tierra del mundo. La
timidez de los que no están. En los roperos cerrados está su silencio.
En el aire de la mañana una vida que estuvo no viene: labios, manos,
hombros curvos, una risa breve. El aire es tan bello y puro; pero
todos duermen.




[...]
13

Una vez caí profundo. Las cosas se veían oscuras, me cruzaba con gente
de rostros quemados por no sé qué sol siniestro. Los muebles de madera
temblaban. Algunos aparadores de vajilla estaban a punto de trizar sus
vasos con el ruido de un grito. Las camas de pensiones y hoteles me
envolvían en un silencio de invierno. Viajé por provincias solitarias.
Comí seres vivos: había que sostenerlos de las patas para que no salpicaran
con la salsa que les cubría el cuerpo. Morder algo que tiembla. A veces
se parece a hablar. Dormir con los muertos después de tragar un vino
pesadísimo. Ahora sé de dónde vengo.

  


14

Los órganos son espíritus animales detenidos. Todos los días encuentro
manos, ojos, hígados al abrir la puerta. Vienen a unírseme. Los hago
volver y envío con ellos a mi estómago o un dedo del pie. Soy un conjunto
de animales un poco sueltos. En la historia de la simbiosis, estoy un escalón
abajo de los demás. Siento que nuestros ojos eran medusas en el paleozoico.
Hay algunos animales que todavía son fluidos: la tristeza, la risa. Con la risa
cloqueamos como pájaros ridículos. Los animales fluidos, la saliva, las
ilusiones, vienen de las corrientes. Los animales viscosos se forman en
las grietas y agujeros: la lengua, el páncreas, los pulpos.











lunes, 2 de febrero de 2015

Silvina López Medin



Silvina López Medin, Esa sal en la lengua para decir manglar, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2014.

Colaboración de José Villa.














Notas para un fado

Intervalo: un hombre viejo, viejo 
aferrado a un papel 
repasa su letra 
la punta del zapato 
se acerca y se aleja del piso 
marca el ritmo, ya no marca 
insinúa, en parte ha perdido 
el control del cuerpo, lo que queda 
entre el piso y su pie 
¿es ese el espacio entre las cosas 
que Cage pedía no olvidar? 
el hombre viejo avanza 
lento en su estar 
un poco desprendido del entorno 
se aferra al micrófono, sonríe 
hasta que encuentra 
el compás del canto 
a veces se le va una frase o la voz, 
nosotros con pies firmes sobre el suelo firme de la taberna 
en cada silencio le soplamos la letra, 
todavía creemos en la necesidad de completar.








Como y duermo con un desconocido

Lo que un avión permite: 
el filo moderado de un cuchillo, 
dos o tres formas de acomodar el papel metal, 
plegado prolijamente o hecho un bollo, las mismas formas 
de acomodar el cuerpo en el asiento 
ahora que la azafata apaga las luces sin palabras de 
despedida 
como una madre severa o muda, 
esta cabeza desconocida no encuentra lugar 
no se entrega al sueño 
cae en mi hombro, se levanta 
prudente oscilación 
del vino en la copa descartable 
no cruzamos palabra 
pero algo cruza cada tanto 
la frontera del apoyabrazos 
mi mano que alcanza 
la copa a la azafata, o el ritmo de esa respiración 
que se agrava, se resigna 
se quedó dormido, pienso 
pero quién 
se quedó dormido 
no tiene nombre 
se quedó dormido 
insisto y mis párpados 
se van cerrando 
como una madre cierra 
lentamente la puerta 
hasta escuchar el click 
mi cabeza cae, estoy 
en el hueco de un hombro.















domingo, 1 de febrero de 2015

Diego L. García




Diego L. García (Berazategui, Buenos Aires), Hiedra, La Luna Que, Buenos Aires, 2014.

















En la polvareda



En la polvareda quedan
cuerpos,
bordeando la cañada del Cepeda,
los matorrales de Pavón,
los zanjones junto al río Negro.
¿Cuál es el país tramado?
¿Una lágrima
de hijos hambrientos
bajo los toldos del desierto, tierra adentro?
¿La fascinación del viajero
en la noche de París,
el negocio de los diarios?
¿Hacia dónde
sopla el viento que ondea
las palabras
y la sangre?
 





Multitud

Se habla.
Se dice poco.
En un momento la mente
se satura de esquirlas.
Es como en esas fotos del Ganges:
todo está allí
la piedad de la Diosa
y las cáscaras de mango.