Algo de la poesía publicada recientemente en la Argentina.
martes, 22 de marzo de 2016
Felipe Herrero
Felipe Herrero (Buenos Aires), Estoico, Lisboa, Buenos Aires, 2016.
Trazo
Algunas veces me pregunto
cuánto demoraran las personas
en observar el trazo de un ave
sin divagar en mecanismos de pensamiento
asociados a esa acción del animal
sin nostalgia o planeamiento
sino con los operarios de la atención a plena máquina
todo en el aquí y en el ahora
en ese corte transversal del aire
en ese cuerpo en el aire
bajo la lumbre
del cielo crepuscular
Alrededor del Sol
Se dice que Neptuno gira a más de 19.500 kilómetros
por hora alrededor del sol
y que Marte supera en mas de cuatro veces esa velocidad
también que las flores estiran hacia septiembre
que los peces de Oceanía son los mas coloridos
que las hojas quebradas marcan el avance del otoño
y que el tiempo inevitablemente nos consume
más allá de los diferentes puntos de vista
sabemos que estas cosas son ingobernables
Neptuno allá arriba
esta sólo solo si se entiende a miles de kilómetros
como márgenes de soledad
se piensa en una batalla perdida en un beso ganado
en los labios de otro ser o en el cuerito aviejado
de una canilla que gotea
incluso a veces
apostamos a un proyecto con otro
la historia ata y desata no cabe duda no obstante
el amigo está ahí
como Neptuno como Marte o las hojas
agua insostenida
que refleja nuestro sol
Anacoretas
Esto no es una despedida —dijiste aquella noche
en San Miguel—
era lógico suponer que las cumbres soleadas
y las playas de Okinawa
que la red virtual de Tokio no nos separaría
los amigos son los amigos aclaraba un programa
de televisión allá por los 90´
y estas distancias pueden alargarse o acortarse
pero aún así seguimos rindiendo fruto a la amistad
y ahora que uno de nosotros se encuentra obligado
a tranzar con lo más oscuro de la vida
es esa misma vida la que nos hace protegerlo
contra su deseo de destituir lo poco de alegría
que le queda
miércoles, 16 de marzo de 2016
Alicia Genovese
Alicia Genovese (Buenos Aires), La contingencia, Gog y Magog, Buenos Aires, 2015.
El pasadizo
Algunas cerraduras se abren
con palabras, otras oxidadas,
con masa y cortafierro,
con amoladora y un disco
que levanta chispas
cuando salta los pestillos.
Eso fuimos probando
hasta que la puerta cedió
y abrimos el pasadizo,
la entrada hacia el fondo
abandonado de la casa.
Allí murieron dos gatos
que solían dormirse sobre el muro,
una rata, un pájaro
volteado por la tormenta;
pero ni rastros en el pastizal,
ni en el desquicio de ramas
una y otra vez cortadas
de los mismos troncos.
Un desván a la intemperie
desnivelado entre cascotes,
forzado durante años
a esa soledad que tapona,
a esa inutilidad;
costaba suponer que unas palabras
ablandarían derechos,
darían vuelta voluntades
o que la pared de quince,
tan férrea como una muralla china,
se derrumbase.
Todavía el aire
se corta con el cuerpo al pasar;
un silencio de dádiva concede
como un poder la expectativa,
la vida atenta
o el secreto de seguir siendo
después de flaquear en un pasaje.
Un atrás del mundo,
un desierto privado,
cosas que nadie quiere
y te vuelven inmensamente rica.
El pasadizo quedó abierto
y lo que sigue es pensar un jardín;
ni un edén, ni el primero,
tierra llana será,
emparejada para que el pasto crezca,
riego, sólo eso;
y que el calor de lo fértil
le sea otorgado,
y que el agua de la franqueza
le sea otorgada.
Tormenta tropical
El ventilador de techo
gira ruidoso en medio
de la tormenta tropical;
cada relámpago lanza
una espada de luz
que se deshace contra la pared.
En la atropellada el viento
desestabiliza las aspas
barre la habitación desaforado
como el viraje
que te deja dando tumbos
frente a la crueldad fuera de cálculo.
Los containers se vuelcan
las raíces se destripan
la arboleda se dobla y aúlla;
el paisaje, esa belleza que te sembró
de horas absortas,
se desarma en sacudidas;
estalla en chaparrones
la pesadez del calor.
Pero el agua es la calma
el goterío
la serenidad de la constancia,
un torrente de bautizo
donde tendrás que morder
el grano de sal que te ha tocado
lluvia,
alegría perpendicular.
Los petirrojos del norte
Cien, cincuenta,
una bandada enorme llenó el aire,
sobrevolaron la casa
cerca de nuestras cabezas
como una nube de granizo,
como una lluvia
que iba a caernos encima
con su estruendoso concierto.
Voces chillonas que se aplacaban
en uno o dos trinos finales, para resurgir
otra vez poderosas en el tumulto.
Euforia de grandes compositores
un Brahms, un Beethoven
dando entrada al coro en notas altas
o al pulso de los timbales.
Llegaron intimidantes pero se volvieron
menudos al bajar sobre las barandas,
al posarse sobre el techo brilloso
de los autos.
Migraban hacia el norte
con el olor cálido de marzo;
dejaban nidos e invernada llevados
por el magnetismo del polo
y una afinada, envidiable percepción
del fin y del principio.
Nunca vi tantos, todos juntos;
yo estaba a esa hora
en la puerta, levantado el capot
de una camioneta sin arranque,
con una batería exhausta,
tan contradictoria, sin energía.
Torpemente terrestre estaba quieta
en la entrada al garaje de una casa de paso,
sin comunidad festiva;
llena de tareas, pero quieta
buscando un envión vital,
un sentido para irme o volver,
o sostenerme sin tristeza,
cuando ellos bajaron
y revolvieron la tierra,
cuando giraron entre espinos oscuros
y azaleas luminosas,
en su círculo de fuerzas.
No duró más de cinco,
a lo sumo diez minutos
y reanudaron el viaje,
con ese regocijo capaz
de agujerear el cielo y esa ligereza
que de todo se desprende.
En su gestalt gritona
hacia el norte seguro de lo tibio
levantaron vuelo,
contra el vértigo y la sed
que podría derrumbarlos,
contra la paciencia estacional
y todo lo que derrama furia, inútilmente.
El azul colapsa
Hay una arcada de ramas
para que pases;
hay un puente de álamos
para sostenerte.
Hay un aire recién venido
para que lo respires;
hay una grieta para que digas
palabras como felicidad o maravilla.
Todo cae, todo es suave
y desviste, todo es cuerpo
impulsado e inmóvil.
La brevedad
de lo que ocurre es inmedible
y el alma se desacomoda
en un caos benévolo.
La luna brilla cada vez más blanca
y a su alrededor el azul colapsa.
Las circunstancias varían,
los lugares difieren,
pero a veces sucede.
La mejor fruta es alcanzable,
los caminos se aclaran
en el reflejo de las piedras.
Abrir los ojos y pasar,
es tiempo,
la posibilidad
puede escaparse.
viernes, 11 de marzo de 2016
José María Pallaoro
José María Pallaoro (City Bell, Buenos Aires), El flautista de City Bell, Libros de la talita dorada, City Bell, 2015.
ANIMALES
¿Han visto tendido en el jardín a algún animal llorar sus pecados? Veo
el inundar de sus ojos en la gramilla acristalada. Una mujer queriéndolo
alimentar con sopa de verduritas y especias. El pecado no es original, una
copia inédita de madera de cajón de manzana. Durmió entre las paredes y creció
hasta hacerse encima del pis y del olvido de una insistencia que nunca cumple
sus promesas. Y ahí está el pobre. ¿Lo han visto? Cierren los ojos, imaginen un
espejo.
BALDÍOS
Desde hace un tiempo, habita una extraña mancha en la pared. La veo
desde el interior de mi casa. La pared es una medianera. Da a un baldío. Nunca
pisé ese baldío. Tampoco sé el origen de la mancha. Si bien la pared está un
poco alejada del ventanal, digamos unos ocho metros y medio, no llego a
percibir su naturaleza. No es de humedad, seguro. Ni la sombra de un pájaro
petrificado. Es una mancha que nunca cambia. Sea la hora del día que sea, la
mancha permanece inmutable. A veces, tengo el deseo de salir, y observarla
mejor, pero la sensación persiste unos segundos, y enseguida retorna la cordura.
También, en ciertos breves momentos, quisiera perderla, y ver, y ver realmente
esa mancha que como escupitajo o asteroide desconocido está aplastada a la
pared que da a un baldío.
EL
PERRO
Lo tiró en el bosque de eucaliptos. Una costumbre familiar que trajo del
más profundo Chaco. A la mañana, cuando aún la escarcha no se había disipado,
se encontraba ahí, sobre el capó del 1100, con las patas tiesas y los ojos de
vidrio. “Estos hijos de puta”, y lo agarró de las patas duras que ató con la
soga para manear y lo llevó arrastrando hasta la quinta del loco Carlo, y lo
dejó ahí, cerca del molino y de las higueras. Ese día salimos, a pesar del
frío, sí, a pesar del frío, regresamos con leña seca del Pereyra, y la pusimos
junto al hogar. Encendió el fuego, más bien lo avivó.
Esa noche preparó huevo batido con oporto y azúcar.
Esa madrugada, la pared del otro lado de la estufa se mantuvo caliente
como la almohada y el colchón y las sábanas espesas.
Antes del amanecer tuve un presentimiento, y salí. Ahí estaba, encima
del auto, bajo el farol de la calle que encendía la neblina, parapetado en sus
patas, con los ojos amenazantes o suplicantes, no lo sé, esperando que silbara
su nombre.
MARGARITAS
Estamos en la cocina. Mira viejas fotos y sonríe. Le convido un mate y
cariñosamente dice que después, que ahora está caminando por calles
reconocidas. Tomo el mate que le convidara y sigo leyendo el libro que dejé
sobre la mesa. Es un libro de poemas de un amigo de Buenos Aires. Tiene un
nombre de mujer el libro de mi amigo. Pero no es el tuyo, le escucho decir. No,
no es tu nombre que se repite una y otra vez. Tendré que deshojar la margarita
como ella deshoja las fotos que sacamos hace apenas un rato de una caja de
zapatos.
MÚSICA
DE JAZZ
Las sillas del jardín inclinadas sobre la mesa. Piedras y arbustos, una
maceta caída, vacía. En la pérgola, la parra colmada de racimos de no-amanecer.
La lluvia aún no cesó, pero es leve, fina, tan fina que acaricia como música de
jazz las chapas del techo. El interior es el exterior de mis cosas. El vidrio,
apenas humedecido, mi rostro.
UNA
HERMOSA VIDA
Me metí en el sueño de mi perro. Lo vengo haciendo desde antes que los
árboles se acolcharan de sombras. Vi bolsas de Eukanuba. Caricias a la mañana y
al atardecer. Una pelota de tenis que busca y trae algunos fines de semana. Un
gato en zapatillas deportivas que siempre escapa por la medianera de las
enamoradas. Inmensas y terrestres siestas al sol con pajaritos a sus anchas y a
sus patas. Una hermosa vida de perro. Y no quise salir, pensando que sus sueños
eran mejores que los míos.
jueves, 10 de marzo de 2016
Claudia Masin
Claudia Masin (Chaco/Buenos Aires), La cura, Hilos, Buenos Aires, 2016.
Potrillo
Cada uno carga su familia como los mendigos sus bolsas
raídas,
esas cosas que ya no sirven para nada,
pero no se pueden abandonar: son parte del propio
cuerpo,
del camino recorrido. Es difícil soltar lo que nos ha
acompañado
tanto tiempo, aunque lastime y agobie, y la espalda se
incline
bajo el peso. Como si fuéramos la muesca diminuta
sobre el arma disparada en un pasado remoto,
en una tierra desconocida decidieron por nosotros,
antes
de que naciéramos, hasta los muertos que tendríamos
que llorar.
Pero si nos acompaña una multitud a cada paso, pienso,
el aislamiento no resuelve nada. Ni construir una
cabaña
con las propias manos en el monte impenetrable,
darle la espalda al mundo y a los demás, volverse un
paria
que ha rechazado su lugar entre los otros
para quedar libre de una deuda
que de todas maneras va a tener que pagar. Entonces,
si los cuerpos reunidos al principio
quedan atados por un nudo que atraviesa el tiempo, una
cuerda
increíblemente firme, imposible de desatar,
¿cómo ser en la vida algo más que una especie
de fenómeno natural: un latigazo del cielo, un rayo
que destroza sin razón y sin sentido, o al revés,
una lluvia suave que reverdece el campo seco y trae
alivio
a los cultivos casi muertos? Es decir,
¿cómo ser algo más que un impulso ciego
que actúa sin voluntad de hacer el bien ni el mal,
por pura inercia desprendida del pasado, de los
terrores,
los deseos, las pasiones de la tribu?
A veces creo, pero es una cuestión de fe, no sé si es
cierto,
que se puede construir una familia a partir de cosas
ínfimas
que no forman parte de la historia contada
a través de las palabras o del cuerpo de los que
amamos.
Que podríamos descender en el tiempo
hasta el instante en que aún no habían empezado ni la
fealdad
ni el miedo, a través de una memoria física que nos
devuelva
la humilde y pura gracia de respirar. Hablo
de atarnos a detalles tan insignificantes que no
serían jamás
parte del drama y por eso mismo no podrían
convertirse en el hueso de tu infelicidad.
Sería tan distinto, claro,
si tu familia fuera el día en que conociste el verano,
la primera experiencia de alegría bajo un chorro de
agua
en el sopor pesado de la siesta, el olor de la tierra
mojada
y el contacto del pasto en los pies descalzos. La
risa, levantándose
como la bruma del calor hacia lo alto. Si fuera tu
destino ese punto
del pasado, ese resplandor que quedó grabado a fuego,
clavado en tu carne como la herradura en la pata de un
caballo joven,
de un potrillo que en el momento de entrar al establo
se retoba y corre y es capaz de fugarse de la vida que
le espera.
Sol
Es de eso que estamos enfermos: noches donde el aire
debió ser
como de cristal, así de delicado y evanescente para
todos,
pero para algunos fue un humo negro, traído desde el
fondo
de los basurales, desde esa órbita del dolor que gira
alrededor de un cuerpo cuando está malnutrido y tiene
miedo
de lo que puede venir a lastimarlo,
porque hasta la hoja seca que trae el viento es filosa
como la cuchilla del matadero para quien no tiene
manera de defenderse. Es de eso:
de los males que se depositaron
como granos de arena a lo largo de los días,
hasta que desataron por acumulación una catástrofe
que pareció espontánea, caída por sorpresa.
No hay desastre que no nos haya rozado antes
en forma de tristeza, pero si no es nuestra tristeza
seguimos adelante, como si no hubiera pasado
así de cerca. Ay de la ingenuidad
con que a veces pensamos que la indiferencia protege:
es un techo lleno de goteras que va a quedar deshecho
cuando caiga un temporal lo suficientemente fuerte
sobre nuestra casa, que no es un rancho
abandonado a su suerte, pero que tiene las raíces
carcomidas
aunque aparente ser un árbol sólido. A la hora
en que algo se desploma, da igual
si parecía hermoso y fuerte. Es de eso
que estamos enfermos: de los días felices,
resplandecientes de verano
donde no faltaba nada, y crecíamos
mezquinos y soberbios hacia el sol, sin preocuparnos
por la sombra que dábamos,
sobre quiénes caía, de qué luz los privaba.
Semilla
A la memoria de David Moreyra, el chico de
18 años que murió en Rosario tras tres días de agonía después de ser linchado
por una multitud tras un aparente intento de robo.
Yo quiero estar en la respiración dificultosa del
chico moribundo,
el ladrón adolescente tirado en el asfalto mientras
una multitud
lo muele a golpes, ser la catarata de imágenes
que aparecen para liberarlo de la fealdad de lo que ve:
es decir, ser el vértigo de sus primeros pasos
inseguros
sobre el piso de tierra, la alegría de poder pararse
al fin
en las dos piernas, un árbol pequeño su cuerpo,
aunque ya entonces guiado por una rama vieja,
un tutor que no lo deja crecer hacia el sol aunque le
permita
recibir algo de su tibieza. Quiero vivir el día
en que se desató la cuerda y la rabia quedó suelta, a
merced
del terror que iba a empezar a alimentarse en el
estómago
de la bestia, su propia mala estrella concibiéndose
desde antes de su nacimiento, antes
de que pudiera hablar, pensar, antes de que supiera
que iba a vivir una vida donde el oxígeno
nunca iba a alcanzar para él, donde tendría que
respirar
conteniendo el aire, como si estuviera en el fondo del
océano,
y aunque hubiera suficiente para todos, más de una vez
amanecería boqueando como un pez fuera del agua,
casi muerto. Que ahí, tirado en el cemento, no haya
sido
ese pez en la orilla al que las aves carroñeras
miraban morir
desde su cielo, que se haya sentido de repente
como un ciervo de los pantanos o un topo malherido
en medio del monte, y haya podido saber lo que saben
ellos
acerca del momento en que se pierde
todo lo que se tiene: el mundo, la selva, las largas
caminatas
de la manada hacia las tierras más fértiles, el aire
pesado
de los humedales, el placer físico de correr
desesperadamente, el olor de la tierra empapada
por un temporal poderoso y breve, el hambre,
la dentellada que se da
y se recibe, el corazón desbocado que se enlentece,
el dolor, la vida que se dispersa en el aire como una
semilla,
un ramalazo de luz que pasa a través de las ramas y
descansa
sobre el pasto mojado. Que haya sentido en la sangre,
junto con la gracia de haber estado vivo, la esperanza
de una revuelta que escriba otra historia para él,
donde la peste incubada en otros no caiga sobre su
cuerpo
desde la niñez y lo maldiga.
Leona
Nunca fue el violador:
fue el hermano,
perdido,
el compañero/gemelo
cuya palma
tendría una línea de la vida idéntica a la
/nuestra.
Adrienne Rich
Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un
bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
fui dañada, acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aún así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas
plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene
suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra
cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la
leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
para marcar a fuego la espalda de la hermana,
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya
tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la
sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la
muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para
que sea más fácil desangrarse que poder escapar.
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