Dormir,
que el cuerpo olvide
salir hasta la orilla
donde todavía hay niebla
irse lejos
ser anónimo
ignorarlo casi todo
para olvidar esa tristeza
que vive en las cosas grandes.
Los ruidos de la noche se extienden y se pierden
como el golpe de un palo sobre el cuero de un tambor;
afuera peligra el mundo sin nadie que lo use.
La ciudad ha roto su collar de transeúntes
y parece frágil, como un nido en el hombro de una estatua.
Cuando las ventanas encaucen el alba,
este fantasma colectivo recobrará su maquinal rutina
de signos y valores. Yo, que ahora estoy despierto,
¿quién soy mientras veo cómo se forma la ciudad?
R.I.P.
Ni el ruiseñor de Keats
ni el último lobo de Inglaterra
decoran estos arrabales.
Aquí, una flota de moscas kamikazes
y una jauría de perros que aúllan en la calle
se mezclan con el ruido
que hace tu pequeño ratón blanco
rascando en la viruta.
Lo miro mientras fumo y tomo whisky
con la ventana abierta,
pensando en qué hemos hecho mal.
Vos dormís, en una cama improvisada;
has engordado, al igual que mi amor,
que los tatuajes de tu piel,
que esa vieja remera que usás
cuando querés que las cosas se arreglen. Pero este silencio
es necesario para que sigamos unidos,
para que entendamos que el futuro
siempre llega cuando muere alguien.
Si los animales hubieran anticipado la tormenta
habríamos podido salvar lo puesto
para que la desnudez de pronto no fuera una cosa tan fría.
Si hubiéramos sembrado en el camino señales
no estaríamos perdidos en una noche tan larga,
donde no nos reconocemos a menos que gritemos de cerca.
Tarde o temprano, el último de nosotros
habrá de recordar que estás cosas ocurrieron.
Pensará, “así tenía que ser”,
porque hay un destino o porque las dijo un dios.
Qué importa sufrir ahora, me digo
si será mi cuerpo polvo o un árbol en flor.