Ioana Catsigyanis (Buenos Aires, 1976 / vive en París)
El paso del equilibrista, Buenos Aires, Huesos de Jibia, 2018.
Llego de madrugada al país de las cimas blancas:
es un bello color el blanco, el de la niebla y la luz,
y en la sala del hospital un rostro femenino se acerca
y me habla dulcemente. ¿Afuera está el mundo?
Me gusta mirar desde adentro
hacia afuera y nunca al revés. Es una ventana que cierro
súbitamente, fragmentos de impresiones ajenas
pueden entrar en las cavidades del sentimiento
y ocuparlo todo, como una transfusión,
el camino intravenoso
es más rápido que el sonido de la voz.
Un sol enorme nos recibe
en el despertar del quirófano. La luz
es el conducto por el que se pasa
de la muerte a la vida, y viceversa.
A lo largo de esta tarde de profunda lluvia
el ojo de quien observa tras la ventana
no sabría discernir
si es la primavera quien adelantó su paso
y tiñó de verde y frescura al árbol
que se sacude en la tormenta helada
o si es el invierno que camina penoso,
como un anciano,
y deja su estela glacial
en la luminosa tarde de abril.
De rodillas, al borde del acantilado, aspiro
el aire feroz del mar en tormenta,
me mareo y me horrorizan
las caras filosas y escarpadas de la roca gigante
que a lo lejos termina arrojándose al mar.
Observa cómo la planta silvestre ofrece flores
sencillas, pero de colores intensos,
y sabiamente amarrada a la roca se deja
abrasar por el sol y sacudir
por el viento a cielo abierto.
A lo lejos pasa una caravana de gitanos, benditos,
algo los lleva –no saben adónde y van–
livianos, gozando del paisaje y del reposo por las noches.
Te despiertas sobre un campo de lirios azules,
la boca salada y el pelo revuelto entre algas,
cerca de un pequeño arroyo,
entre las ramas, un bote amarrado
y alguien que espera, fumando tranquilamente.
Bajo la inmensidad imperdonable de un cielo gris
me escabullo entre el pasto duro como un gusano.
Qué absurdo es el miedo de un ser tan pequeño
y qué enorme la tormenta que está por entregarse
a la tierra seca,
la tormenta sólo preocupada en su propia existencia
en desplegarse, en explotar,
en desembarazarse de su carga,
la tierra espera, sedienta y con los brazos abiertos,
la lluvia voluptuosa
y en el medio, los invisibles gusanos,
que sólo están ahí,
equivocadamente.
¿Qué te asusta de abandonar los párpados
y dejarte llevar río abajo, como una balsa,
hacia la profundidad del bosque?
Un ángel azul se posa al pie de la cama,
luchás entre irte y no perderlo de vista
mientras suaves olas de mar te golpean
incansablemente, ¿será por eso
que las canciones de cuna concluyen
con una forma pueril de amenaza?
Caras desconocidas, objetos brillantes del día
pueblan la habitación transformados en
alimañas y brujas, y un hábito de otro tiempo
te lleva a cerrar los puños mientras los ojos
bajan la guardia. Vencido,
quedás entregado por fin al capricho del viento.
Sobre la ventana una rana vieja
se olvida de sí, de cara a la luna.
Un gong la despierta
en mitad de la noche.
La urgencia de la vida se dejó ver
en el azul de tus labios
para no dejar que se te escape de la boca
el delicado soplo que hay que preservar
entre las cuatro paredes de un cuerpo diminuto.
La carne, la siempre vil carne,
es motivo de sufrimiento
aún en las criaturas más inofensivas,
los dibujos del hospital de niños lo recuerdan.
En la sala de espera me digo que detrás de todo
puede estar escondido un poema, en las agujas,
en el monitor que vigila rítmicamente el pulso,
el aleteo de la vida. Es como estar sentado
al borde de una ruta y esperar algo
en la larga línea del asfalto,
a ver adónde nos lleva. Dar vida es
también entregar a alguien a la muerte;
nunca lo había pensado hasta el momento en
que te vi perder la mirada en el techo,
no puedo explicarte por qué lo hice,
no encontrarás en mí la respuesta.
A la par de tu llanto, hay un niño dentro de mí
que también llora y busca explicaciones imposibles
de cara a sus antepasados, esa manía
de arrojarnos unos a otros a la intemperie,
con apenas un poco de agua para el camino
y un grupo de chicos que te acompaña
riendo,
hasta la salida del pueblo.