Carlos Barbarito (Pergamino, 1955 / vive en Muñiz)
Materia desnuda, dibujos de Víctor Chab, Florida, Wolkowicz Editores, 2020.
África (I)
No hay viento, ni rumor de agua, y está oscuro. Quien se extraviara allí jamás saldría o
saldría desnudo y loco. Es una selva silenciosa, pero no una selva de plantas y frutos, de enormes y
pequeños animales. No, nada de eso. Allí, en perfecta metamorfosis con la oscuridad y el silencio,
habitan erráticas sombras, inmóviles furores, una angustia sin medida ni centro, un espasmo que
arde con llama fría. Nunca estuve en ese lugar, pero con frecuencia lo veo en sueños.
(I) Publicado originalmente en La luz y alguna cosa, Buenos Aires, Último Reino, 1998.
II
Habla y de su boca no sale palabra alguna. Pasa la yema de los dedos y nada siente. Intenta
oír y es en vano. Procura avanzar, permanece fijado al suelo. ¿Puede ver? Sí, pero sólo astillas de
hueso, uñas, pellejos. Está inmóvil, reducido a una condición de estatua expuesta a la lluvia, al
sol, al picoteo de los pájaros. Solo en un lugar remoto, lucha para no olvidar su nombre, lo repite
una y otra vez en su mente, último recurso antes de la nulidad, del vacío.
III
Adelante, sobre el horizonte, el humo de los mundos incendiados. Por una cavidad se
llega al infierno. La noche no tiene ojos, tiene bocas y por esas bocas la carne se entera de que
no existe reposo. Comen su propio dolor como comen fuego mientras las hormigas entran
de a miles por los agujeros de los sueños. Los árboles sangran, sufren el peso de una voluntad
invisible que los aplasta. En una pared, blanqueada con cal, cabeza de peces, de perros, valvas,
llaves oxidadas, máscaras. Y una inscripción, apenas visible, acaso hecha con un trozo de carbón:
Muerte, fruto podrido, ¿cómo vencer el asco y tragarte?
(1998)
A vuela pluma, a la espera de la tormenta
I
Por la mirada. Por el tacto. Por sublimación o encarnadura. Por razón pura: una pulpa
acidulada sobre un plato. Por pliegue sobre pliegue, mientras la noche asciende más allá de la
vasta ciudad en exilio. Por filo de hierba, el filo que cava en el aire. Por terquedad de bestia
mínima, sin pelo, que se niega a alimentarse de bayas y bayas es lo único que sobrevivió a la
tormenta. Por estrechez o por holgura; desde lo profundo y por ello incierto, allí, tal vez, el primer
deseo, ése que no distingue mujer de sombra de mujer, y el último desperezo junto a la hija de las
constelaciones, quieta y perfumada. Por el martillo que parte lo secreto para multiplicarlo. Por
el arduo comercio hacia los confines: azúcares, harinas, almendras, algunas plumas de codorniz.
Por monedas. Por silencio de farmacia. Por la saliva de un recién nacido. Por oficio de tejedoras
en casas enfiladas hacia el Oeste. Por géneros pintados, despintados aleros. Por lumbreras, hojas
de acanto, silbidos lejanos, presunciones, Idus de marzo, encajes y axilas, la luna y su arbitrio
sobre las olas, una hondonada con pólenes y cenizas. Por mi dedo que recorre, con morosidad,
una espalda; su espalda, mezcla de fermento y relámpago.
II
Quizás en el vestido ajeno y postrero, a la vista del cielo devenido en ámbar. Quizás en
la arena en estuche de fieltro que otros, con infinita credulidad, insisten en llamar Libro. Allí
supe, supimos, de la vanidad y del repudio, de las horas que muelen hasta los despojos. Quizás,
alguna vez, la alquimia restituida. En el fuego se quemará el barro para ser, auguran, maravilla,
pero ¿cuándo?. Amarrado a la orilla, un bote. Del otro lado, señalado por un casi imperceptible
grupo de estrellas, una sinfonía en latencia que espera encarnarse en música.
En algún ojo, una mirada de ave migratoria. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el Este, sal sobre piedra
de sal? ¿Hacia el Oeste, número teñido de azul que ocupa, con vergüenza, el espacio de la risa?
Se nace –dijo– para contemplar cómo se derrama la leche al hervir, para oír el anuncio de la hierba
contra el muro del asilo, para domesticar en parte a un animal que jamás sabrá nuestro nombre.
Radiación de fondo
A Juan José Ceselli
I
Por vía de un golpe de látigo, de una terca voluntad de golpear contra el muro, de
contemplar soles candentes en apariencia fríos, de almacenes con golosas irradiaciones, de
hombros desnudos entrevistos bajo la penumbra lunar, de grabados con salamandras en el fuego,
de testamentos redactados al vapor del mercurio, de remotas luces que, presuntamente, señalan
el lugar del Paraíso. Entonces el rumor del viento entre maderas, la lucha del insecto por alcanzar
el otro lado de la ventana, el relámpago detenido en el penúltimo grado de su intensidad, la
cópula en dirección a los cometas, los confines, los frutos abiertos y dispuestos a ofrecer sus
zumos a los sonámbulos.
Tormenta
En un papel al que se lleva el viento, una pregunta: ¿qué es lo que nos arrastra, lejos
de los manteles, los platos, las frutas? Alguien ensaya un paso de danza, otro subraya una frase,
otro, en fin, se lleva a la boca un pedazo de bizcocho; finalmente caen, alejados entre sí, en lo
indiferenciado y turbulento. Yo, por mi parte, pronuncio, con la misma obstinación y el mismo
resultado, ciertas palabras que todavía creo cargadas de magia, capaces por sí solas de salvarme:
madrépora, pavesa, olifante, liturgia…
Bordes
I
Se comen hasta la luz, la fuente que la produce, el metal que la refleja. Se comen cada
fruto, el aceite de la belleza, los ojos de los delfines, las hierbas, las telas. Devoran el zurcido en
los telones, muletas, vasijas, guitarras. Siempre tienen hambre. Nada los satisface. Se comen las
figuras de dioses famélicos y obesos, las máscaras, el reflejo de la luna en el lago. Tienen agujas
perforadoras, tubos de succión, esponjas absorbentes, con eso les basta. ¿Hallan ellos placer en
esto? Ellos ignoran el placer, sólo mastican y engullen. No están en el mundo sino para eso.
II
¿Y si fuera fruto de un error? Un error antiguo, irremediable. ¿De allí la vacilación, la
torpeza de su cuerpo que no alzará jamás el vuelo? Se hunde en el limo. Mastica hojas secas. Se
aparea donde otros como él, patas arriba, se pudren.