sábado, 3 de diciembre de 2016

Enrique Solinas


Enrique Solinas (CABA), Barcas sobre la zarza ardiente, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2016.





















Sentir sobre esta tierra

“No hay abandono más grande en este mundo
ni crimen imposible
que la indiferencia sobre nuestra condición”,
dijiste,
mientras el sol comenzaba su caída sinfín
y nada podíamos hacer para salvarlo.
Tu mirada brillaba con la luz
o eran tus ojos que iluminaban el paisaje:
dos barcas atadas en el muelle,
el agua mansa
y nosotros a la orilla
del río que parece canción.

De repente un pájaro,
un pájaro en busca de comida
y el sol cayendo detrás del horizonte,
yo mismo era el sol furioso que caía
con todo el peso de su ley,
me sumergía en el silencio de la tarde
para apagarme en el rio inmenso.
Los peces me rodeaban,
me hablaban,
yo los comprendía,
hablaban en tu lengua,
expresaban tu pasión.

No hay conversación aquí.
Sólo hay palabras
que alguien ejecuta
y que el otro desea no oír.
Mientras tanto,
éste es el comienzo del instante
cuando con el padre
nos preparamos para pescar
y contemplamos la vida
desde lo opuesto.

El viento nos pasa por la cara,
como pasan las noches,
los días, las estrellas.
Y toda la belleza del mundo a nuestros pies,
el abandono más grande
que alguien pueda sentir sobre esta tierra. 












Huye la luz

Huye la luz y ahora
es una heroína trágica
que se dirige hacia su tumba.
Las sombras aparecen
en este atardecer y nada,
nada de lo que podamos decir
puede ser cierto.
Porque decir lo que se debe
es igual a engañar,
a no decir,
entonces
dejémosle
su lugar de ofrenda
al silencio,
que se exprese en nosotros,
padre e hijo,
                      tan extraños;
un padre que piensa
que la vida es
caña, tanza, anzuelo y carnada
para poder vivir;
un hijo que ha guardado
en su corazón
preguntas
y más preguntas.

La noche es una pantera hambrienta
que persigue a una joven
a punto de morir.

El padre continúa inmóvil
sobre el muelle
y piensa,
“perdónalo, no sabe lo que hace”.

El hijo
cierra los ojos
y escucha.












Tengo sed

En el centro del río
hay una barca perdida
mientras
el sonido del agua me adormece.
El padre es una figura quieta
bajo la luna y las estrellas,
y parece haber olvidado
el tiempo y el espacio
al que pertenece.

Nado desnudo bajo la misma noche
que me vio nacer,
nado desnudo hasta el centro del rio.
Voy en busca de la barca,
de mí,
del padre,
del sol.
Los peces rozan mis pies y el frio
es una lámpara mágica
que restaura el dolor.

¿Cuántos muertos hay en este río?,
pienso
y cuando nado,
sé que los muertos
me llevan hasta la madre ausente.
“Mujer, este es tu hijo”,
dicen,
y su cuerpo de agua
me protege.

¿Pero cuántos muertos habrá
en el fondo del río?

Subo a la barca y regreso
al muelle donde el padre
continúa eterno.
Cuando lo miro,
parece un hombre frágil,
terco,
inconsciente.

Un espejo de luz
donde las palabras
no alcanzan.

Un reflejo irreal,
un sueño.
Un arquetipo al que le exijo lo que soy.












En la zarza ardiente

Desde esta absoluta oscuridad
veo a mi padre despedirse
con esa dignidad propia
de quien conoció
el mundo y lo habitó.

Acompaño a mi padre
en el gesto de su despedida,
en esta vida de hospitales
donde todo pasado es presente
y el futuro
es nada más
que una conversación.

Atrás quedan
los días de la noche,
las palabras
que debían madurar
para ser ciertas;
queda en el camino
la expectativa
de lo que no sucedió,
la verdad de la belleza,
su cuerpo inaccesible.

Pero ahora es el silencio,
el silencio que grita
el silencio
en la voz del bosque.

Pero ahora es el deseo,
el deseo de que el tiempo
vuelva hacia atrás,
cuando el invierno todavía joven
encendía
su lámpara mágica
y alumbraba el camino
de nuestro alegre porvenir.