Brilla
entre mis manos
aquel
júbilo regional.
Campo
adentro quién
pagaría
por la fe del hastío
(a
no ser sólo mi padre).
“Más
allá de los sauces
presiento
el milagro”, ha dicho.
El
horizonte suyo de escriba,
la
tinta como pulpa entre las yemas.
¿Él
o quiénes?, ¿quién anunció
y
anotó el hiato del poema?
Entre
un fruto y otro caído el sabor
(cobra
identidad) las pupilas
dilatadas
ante el arpegio
ofrecido
por el viento.
Entonces
aquí sobre la piel,
una
zona-más firme-hecho manjar.
Parecen
harapos sucios
las
ojeras de las madres.
Abro
los ojos y surco
los
tallos, el pueblo imaginado
que
anida el primer hambre.
Creo
temblar en otro idioma
cómplice
del cayupán.
¿Deberá
descender el ave
para
afincar en metáfora?
Duermo
(como antes) sueño.
La
tierra es una boca rota
de
presagios.
Hemos
entallado con piedritas
la
tierra mojada y nuestro afán.
Al
otro lado del viento, la oración
de
la tarde para existir.
¿Oís
la animalidad suelta
de
cada uno? Como si algo nuestro
viniera
desde lejos. Un relincho
entre
varios como conciencia.
Entonces,
un orgullo refulgía
en
las bocas, de pie junto a las crines.
Y
en los niños más salvajes
restaba
el galope fino
en
aquella purísima alegría.
Aproximo
el aire para trazar
la
geografía de este pueblo.
La
plaza de Armas
frente
al campanario de la Catedral.
Las
calles despejadas
hasta
la hora de la mismísima Virgen.
Pero
el ojo de la gesta es inmaduro.
Allá
ese niño de cuclillas
sobre
la otra pared –alardea–
lo
que no alcanza. Sus dos manos
cruzan
malabares a cielo abierto.
Hará
sentir –justo a tiempo–
la
destreza de los palos de diablo.
¿Cómo
pedir ahí, qué hacer de lo otro?
El
niño funámbulo parece trasvasar
–la
espera–
con
sus dedos.
Lo
pequeño avanza de boca en boca.
No
se detiene.