Gabriela Schuhmacher (Santa Fe, 1970)
Golpe de frío, Mención Honorífica Premio de Poesía de la Provincia de Santa Fe “José Pedroni” 2019, Ediciones Universidad Nacional del Litoral, 2021.
En la sombra del seto de lambertiana
mi primo es un caballo de cuero blanco
se mueve inquieto, el rostro perdido.
Una tarde me habló de golpe:
no sabés lo que vi, vamos.
Caminamos sobre el lecho de un viejo río
desde la tranquera al bosque encantado,
una cercana plantación de eucaliptos.
Lo seguí como se sigue a ciegas
algo inalcanzable.
Cuando se dio vuelta, me detuve:
hay secretos que deben esperar.
Un día papá entró y nos dijo:
Javier se accidentó, está en coma.
Nunca más caminaríamos una tarde
sobre el lecho del viejo río,
nunca diría lo que vio.
Mi primo me recuerda
cómo se sigue un misterio
cuando todavía no sabemos
qué nos hace correr y correr.
Campo de gladiolos
La casa se levantó en el último lote
antes de llegar a la avenida de arena.
Para un lado estaba el pueblo,
para el otro
el campo de gladiolos, melones
y sandías. Los quinteros,
con un pañuelo en la cabeza
y el torso descubierto,
tiraban detrás del alambrado
las plantas malformadas.
Era el momento
de salir a embolsarlas, siempre
alguna sobrevivía tras mezclar
la arena con abono, esa materia
oscura y húmeda del gallinero.
Un hueco, depositar el bulbo, regar
y taparlo. Simple, tan simple como
esperar que la flor abriera salmón
o blanca, los colores más frecuentes.
Cortes de luz
Sobre los cuerpos calientes del verano
el aire tirado por los ventiladores
no alcanzaba a refrescarnos.
Nos sentábamos a esperar
que la noche pasara de la mejor manera.
Cada uno conocía a la perfección
el cuerpo del otro, nos presentíamos
en la oscuridad.
Era habitual jugar a las cartas
en el piso casi inmóviles, hablando
bajo y pausado. Siempre alguno iba
a la heladera, traía una jarra de agua
y eso era suficiente.
Repetidas noches se cortaba la luz
y las paletas del ventilador
lentamente se detenían
dando fin a la partida.
Reclinados sobre los sillones
al borde de la pileta, mirábamos
el cielo para detectar estrellas fugaces.
La quietud del aire,
rota por un golpe de sangre
al advertir que pasaba una,
nos hacía mover la cabeza, como si
nos envolviera una de esas maravillas
de otra vida
que nos expulsa del mundo
hasta desaparecer.
Los colores del atardecer
aparecían al terminar las tareas.
El hijo de Doña María, la vendedora
de frutas y verduras, nos acompañaba
a contemplar el cielo.
Luego de una larga jornada
sobre el tractor, sus ojos
nos acercaban la luz
del corazón de las sandías partidas, del jugo
de los melones ablandados por las lluvias.
Antes de sentarse con nosotros
se bañaba solo y al salir de la pileta
cruzaba los brazos tiritando de frío.
Su rostro abría un éxtasis lejano
que nos dejaba desnudos, uno al lado del otro,
en el vacío de la tarde.
A la hora de la cena
Cuando niña, los perros de las casas
seguían mis recolecciones
de frutos silvestres y luego se esfumaban.
Sentada sobre algún tronco caído, desgarbada
y flaca como era, no había hombres
que sospecharan mi presencia. Inadvertida,
preservada por la noche, miraba las estrellas
y elegía una. Con la palma abierta
la tapaba y seguía con otra,
nada perturbaba la regla del cielo:
lo oculto brilla a años luz.
Convencida, de regreso a casa,
como los guardianes de los pobladores,
me acercaba a comer.
Diferenciarse en la oscuridad
es el trabajo de una vida.
Golpe de frío
La muerte pasa cerca
si sentís un raro escalofrío
que te atraviesa el cuerpo,
dijo Doña María mientras
ofrecía los lotes de verduras
al borde de la ruta. Le creímos,
cómo no hacerlo, esa sensación
aparecía seguido. Nos gustó
pensar que hablaba de su hija
muerta de pequeña.
Sobre un tablón, acomodaba
frutas o atados de acelga
como cosas queridas.
Alejados de la realidad
otras muertes pasaron cerca
con aroma a arena de río.
La mano extendida
de Doña María nos invitó
a volver del breve estupor
con un gajo de mandarina:
prueben, no se las pueden perder.
Paltas tucumanas
Mamá contaba que un amigo del norte
traía paltas de regalo, que ella
les sacaba el corazón redondo y duro
para ponerlos en almácigos.
Daba gusto ver los brotes vigorosos,
traspasarlos al suelo
con tutores y pensar cómo
sería el camino de ingreso
una vez crecidos.
Con Javier la ayudábamos
en cada plantación.
Al caer la tarde, cada uno se preguntaba
por el corazón enterrado,
por el conocimiento vegetal
que rompe la oscuridad
hacia la luz.
Al pie de la cama, agradecíamos
tener a mamá en la noche,
era la única capaz de escarbar
corazones dormidos,
lograr que volvieran confiados
a la blandura de la vida.
Nunca leímos a Pavese
Atraídos, cuando avanzaba la noche,
nos sentábamos bajo el sauce
a respirar aire fresco
sin querer saber nada más.
Era gratificante
sentir la fatiga del cuerpo
mientras esperábamos
el inevitable paso de las horas.
Nos recorría la sensación
del roce de la arena en las manos,
de las miradas esquivas bajo el sol.
Nos volvimos fuertes en lo oscuro.
Si se tiene una verdad hay que leerla
en el brillo de los ojos.
Cada uno tenía una verdad. Ninguna
otra cosa aterroriza de ese modo:
estar cerca apacigua
un dolor que no se puede mostrar.
Referencias
En la sombra del seto de lambertiana / "Los mares del sur"
Cortes de luz / “Verano”
Los colores del atardecer / “Revelación”
A la hora de la cena / "Agonía"
Nunca leímos a Pavese / "El instinto", "Atavismo"
Los poemas que aparecen entre comillas pertenecen al libro Trabajar cansa, de Cesare Pavese, en Trabajar cansa / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, traducción de Jorge Aulicino, Griselda García Editora/Cartografías/Ediciones del Dock, 2018.