Jorge Aulicino (CABA), Corredores en el parque, Barnacle, Buenos Aires, 2016.
Mujeres que cuentan su experiencia
Mujeres que cuentan
su experiencia,
el alto tejado
ajeno, el regreso
a la casa paterna,
el dentista, los
chicos ensortijados, altos ya.
El trabajo
alienante las has hecho sentir la distancia
-que en realidad
existe- entre lo que se recuerda
y lo que se ve:
bolsas negras
para devolver a la
tierra
la ropa y el
tocador de la madre muerta;
cartas que no se
sabía que existían, el dentista,
el plomero, el
trastorno de hoy, el auto finalmente
parado en el
costado de una calle,
y mirar enfrente a
los que corren en el parque.
Así como los merovingios decayeron y
degeneraron
Así como los
merovingios decayeron y degeneraron
en bebedores,
idiotas de ambición, menores,
así la tarde ha
pasado de un raro castaño general
a un gris vidrioso
y caliente atravesado por insectos
que dan vueltas
alrededor de dos luces ahí no más, en un balcón
cuyos
bordes están herrumbrados, y recién me doy cuenta.
Ahora, las cosas que no son fundamentales
para mí
Ahora, las cosas
que no son fundamentales para mí
forman una difusa
legión, como ciertas veces las sombras en el día.
Son, entonces, las
cosas realmente importantes y casi siempre inaccesibles.
Ahora, llueve sobre
el río: no hay nada más inútil que esta lluvia sobre el agua.
Tal vez nada más
fascinante, por otro lado.
Papá se achicó con
los años. Aunque no podía contener su ira natural
y tampoco descuidaba
su pelo ni su cara, hablaba a veces en italiano
y se mostraba
atento a muchas cosas que para él antes no eran nada.
Pongamos que oyeras todos los sonidos como
un ciego prodigioso
Pongamos que oyeras
todos los sonidos como un ciego prodigioso,
como Daredevil, el
superhéroe inválido: no serían las voces sino
del dolor, de la
ambición, de la villanía, del crimen, de los despachos
y de los galpones,
de las construcciones y los entierros:
no serían las voces
ni los sonidos -taladros, sirenas, disparos- de una
civilización que se
extingue.
Te basta con las
voces y los sonidos del pasillo. Son los mismos.
El don sería oír
los pasos de una lagartija en tu cuarto.
Podrías decir
entonces que oís el corazón del universo,
su din-don, su
campana, su mecanismo racional o carnívoro.
Todo lo que sube en
cambio al cielo es de la obra, la marcha,
la estridente
sinfonía en un vacío donde no ululan los vientos
ni
cazan los murciélagos.
17
La consistencia de
la musa es la de los fantasmas corredores
en el parque; la
musa pierde la consistencia al ritmo
de la disolución de
los fantasmas; la musa necesita los cuerpos;
necesita desafiar
la continencia y la pertinencia de los cuerpos
y encender ciudades
en ellos como en un mapa aéreo.
La musa necesita el
recorrido eléctrico de los pensamientos,
la inmaterialidad
que hará materiales las trasmisiones incorpóreas;
aquello que se da
del uno al otro; aquello que produce breve convulsión,
la catatonia pasajera:
“Canta, oh Musa, la cólera del Pélida
Aquiles” que sembró
males llevado por Amor; esto es, trasmisión
de La musa, la
única que canta: sin empuñar el instrumento canta en él,
legitima las
transacciones, aun las comerciales; pone arrobo en la tez,
cristaliza el
negocio, facilita la circulación de los humores.
Ahora pierde
consistencia, se han blindado las ciudades, no las asedian.
Corre por un parque
entre plátanos, pinos, fresno y sauce.
Ejercita el lento
circular de lo inmaterial, como río, entre hombres que querrían
ser
inmortales. Sólo para correr y tomar jugo de naranja.