Bárbara Belloc (CABA), Canódromo, Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015.
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Fogatas para combatir el frío y la intemperie, cocinar, festejar el
lugar recuperado y vuelto a poblar; fuegos que señalan dónde
se ha perdido la batalla y quedan cuerpos dando coletazos
como peces fuera del agua, como poemas que fueron escritos
y destruidos, quemados, un día inhóspito o dichoso ¿qué
sabemos? ¿Qué sabemos de esa quema, que fue copiosa
y dio luz y calor suficiente hasta que se encendiera el nuevo
amanecer, que en comparación se veía anémico?
Poemas como cometas con su cabellera desplegada aun si
su núcleo está extinto, porque así son los poemas, que rasgan
el cielo y las vidas en dos. Luces sin sombra en la tierra. Un
esqueleto expuesto a los elementos. Océano sólido. Sin brillo.
La veta mineral y adentro la gema suculenta y virgen, sin tasar,
guardada en su capuchón de berilo y cromo por miles y miles
de años, como la nuez antes de nacer, la que no es para comer.
En carne viva, en silencio.
En el más absoluto silencio, poemas: los peligros del bosque.
Y lianas, donde no hay palabras, como fogatas, fuegos. Como
la rosa de los vientos fraguada en plata con forma de Cruz del
Sur, llamada de Agadez, que los padres tuareg dan a sus hijos
“porque no se sabe adonde iremos a morir”, antes de salir al
desierto a seguir las rutas como los perros el rastro, a lomo de
camello. Porque el fuego devora la vida del aire y el aire vive del
cuerpo vivo que lo devora.
Lianas porque no hay palabras porque hay poemas.
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La primera comunidad cristiana organizada, en el siglo I, fue
la de Egipto, y la iglesia de Alejandría aventajó a la de Roma,
extendiendo la influencia de la nueva fe entre los bárbaros y los
celosos clanes del cercano oriente hasta la distante Antioquía,
ciudad portuaria cuyo trazado replicaba el plano original de
Alejandría, cuna del perro continuo y rival de Atenas, cuna
del cinismo que Antístenes impartía en un gimnasio conocido
como Cynosarges, nombre que significa “perro blanco” o
“perro veloz”, en un círculo de vacío perfecto perfectamente
completo; como en una cacería.
Era una carrera desenfrenada.
Tan solo un siglo más adelante, Panteno, su seguidor Clemente
y el poeta Orígenes ya habían establecido allí un centro de
irradiación teológica perseverante y sutil como el Khamsin, un
viento que sopla en paralelo al Zonda: una corriente cálida,
turbadora, envolvente.
Las hordas nativas de hombres menudos, de piel oscura y
áspera e idiomas guturales que habitaban ciudades, pueblos
y campamentos en construcción y destrucción permanente, y
los viajantes marítimos, esclavos de los esclavos de las sedes
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imperiales, todos ellos homúnculos o casi animales por no
haber sido iniciados todavía, eran persuadidos en masa con el
minucioso tramado de tapiz de fiestas, conjuros y terrores para
asumir un nuevo orden de la carne, y con ello del espíritu, como
hombres–perros detrás de una jugosa pata de cordero o un
amo más protector, más poderoso, un rey de reyes.
*
Cristóbal de Licia, mártir del siglo III y santo patrono de los
viajeros y el granizo, habría sido bautizado en la magnífica
ciudad de Alejandro.
Habría nacido en África del norte, en los territorios móviles del
Tamazgha o en la Media Luna fértil, primogénito y gigante.
Y habría sido un cynocéfalo (con cabeza y rasgos físicos de
perro) o de alguna de esas subespecies, a causa del prodigio
natural tan frecuente en esas regiones o en castigo por su
belleza lobuna, encarnada en una figura de hombre enorme,
de suavidad salvaje y brutalidad semisalvaje, tentadora para
los ejemplares del otro sexo y las aguas femeninas de los ríos
que él cruzaba mordiendo el aire, los remansos tramposos que
olfateaba mientras cargaba a los creyentes, uno por uno, a
través del tamiz del río.
Hasta que se presentó en la orilla el propio Cristo infante,
aseguran las versiones no canónicas, el peso más pesado,
inamovible, quizás el lastre espiritual definitivo.
Entonces Cristóbal, además de perro, monstruo y hombre, fue
héroe.
Pero como nada es eterno, las tierras que habían estado por
los siglos de los siglos apartadas de Dios pronto volverían a
estarlo.
Y los perros, a pasar hambre.