Caballera a nada grados, edición de autor, Tres de Febrero, 2021.
Algo de la poesía publicada recientemente en la Argentina.
1975
Es el final de 1975, hace calor,
mi madre respira bufando,
yo soy un cuerpo que flota
en el líquido amniótico: no veo
pero siento, no chillo pero pateo.
La panza de mamá es grande y en punta,
los domingos va a dejarle
claveles rojos a su padre que se murió.
Un día como cualquiera lo encontraron
tirado en el piso de la cocina,
tenía el moño bien ajustado
y la musculosa
debajo de la camisa blanca,
debe haber sido una arteria
que se le reventó.
Ayer a la noche bajaron
a los que quedaban del ERP,
los fusilaron en Chingolo
y los llevaron
al Cementerio de Avellaneda.
Mamá ve pasar los camiones
llenos de gente muerta,
los tiran uno sobre el otro
en una fosa común.
Mamá baja la vista y sigue caminando,
imagina tormentas furiosas
en el cielo de Biarritz,
el crujir del fuego en las panaderías
del Montmartre, el sabor
de las aceitunas negras,
el color azul eléctrico
del mar Mediterráneo.
Tararea una canción de Julio Iglesias
y se escapa
por una puerta lateral del cementerio.
Yo siento el olor de los muertos,
lo voy a recordar.
1982
En la escuela suena la sirena,
practicamos a escondernos
por si los ingleses nos vienen
a atacar.
Nos metemos abajo del pupitre
y agachamos la cabeza.
Mi compañera de banco
se llama Valeria,
es linda, tiene una voz muy suave
y me ayuda siempre
con la tarea de matemáticas.
Apenas, a veces le puedo hablar.
Mientras suena la sirena
Valeria y yo nos acurrucamos,
juntamos los cuerpos,
nos tapamos uno al otro
los oídos,
esperamos las bombas.
1988
El padre del Tuli es petiso
y lava el auto todos los domingos.
Usa un bigote ancho de policía motorizado.
Al Tuli la música no le interesa.
Tampoco las campañas de Napoleón.
A veces corre por el patio de la escuela,
libre, con la velocidad
de una máquina centrífuga,
gritando a los cuatro vientos:
la destrucción soy yo, la destrucción soy yo.
Un día va a comprarse una moto
y se la va a dar contra un árbol.
O va a tener dos hijos
que jueguen en Arsenal.
Algunos días pescamos chanchas
en la Saladita.
Otros vamos en bici
hasta un barco encadenado
a la orilla del río,
que está muerto, empetrolado
y todo lo que alguna vez vivió ahí
ahora es parte de una masa negra
en donde no se refleja nada.
Nos escondemos ahí
y esperamos hasta que el sol
se funda con el agua sucia
y la tarde se haga violeta.
En el barco esperamos
la invasión extraterrestre:
unos aliens muy altos
con trajes de neoprene
que nos salven de ser grandes,
que nos salven de la vida
en el siglo veintiuno.
1990
Miss Martha dice que hablo inglés
cada vez mejor.
Tiene los ojos grandes
y unos rulos que le llueven sobre la cara.
Cuando me pide que elija
mi personaje favorito
yo digo Heathcliff, el de Cumbres Borrascosas.
Es negro, malo, lo encontraron en la calle,
se pelea con todos
y está enamorado de un fantasma.
Le dicen que es hijo del diablo,
que aunque estudie francés o se vista bien
nunca nadie lo va a querer.
A la noche le grita al viento
y se queda junto a la ventana.
Antes de entrar al taller de soldadura
Willy, Ale, Lucas, Dieguito y yo
nos escapamos al Mato Grosso.
El Mato Grosso es un descampado
con una laguna artificial,
hay planchas de telgopor gigantes,
hierro oxidado y algunos animales muertos.
Ellos se meten al agua y hacen guerras,
revolean juncos,
reman con palos,
se embarran los pantalones y gritan.
Yo nunca me animo a entrar.
Me quedo mirando desde afuera.
Siempre me quedo mirando desde afuera.
1999
El capital es trabajo muerto que,
como un vampiro, vive sólo de chupar
trabajo vivo y
cuanto más vive, más trabajo chupa.
Karl Marx
Ni Otranto, ni Kensington, ni el West End.
La escuela que está
justo enfrente de la Villa Tranquila.
Toto no vino porque ayer llovió
y no tiene otra ropa.
Carlitos anda medio en patas.
Estoy en cuarto grado y hacemos
crucigramas en inglés.
Andrea me pregunta
para qué estudiamos otro idioma.
Wanda se enoja.
Alber se quiere escapar.
Los quiero convencer,
les cuento de Miss Martha
ayudándome a pronunciar la T
junto con la H,
de Mister Gabriel traduciéndome
canciones de The Cure,
de mis tardes en la pieza
practicando los monólogos
de Heathcliff.
Les cuento de mi madre,
del peinado con brushing
que usaba Lady Di.
Alcides me pide que le dé
más mate cocido.
Antonio mira el cielo
a través de la ventana.
Son las 10 de la mañana
y se escuchan
los tiros de los transas acercándose.
No es Nairobi, ni Damasco, ni Teherán.
Las balas pasan raspando.
Nos tiramos todos al piso.
2001
A mi padre, Alpargatas le pagó
los últimos tres sueldos
con pares de zapatillas Topper.
Al padre del mono
lo echaron del taller
y a los meses se murió
de cáncer de pulmón.
A la madre de Dominguez
los milicos se la chuparon.
Todavía no habla de ella.
La hermana del Tuli
se fue a vivir a España.
Fugazza y Muzzarella
reparten pizza y empanadas
en un viejo carro a motor.
El hermano del Flaco enloqueció
y ahora lo tienen internado,
dice que los canas
que balearon a su padre
aparecen almorzando
con Mirha Legrand.
Estoy sentado en la vereda
cerca de la Plaza de Mayo,
tiré cientos de cascotes al aire
mientras corría escapándome
de los caballos de la policía.
Hay maderas quemadas en el piso,
somos varios los que sangramos.
Veo gente muerta alrededor.
VI
Hechas con un molde resistente,
de finísimo abrazo y tierra blandecida,
con pecas que ocultaron
el rechazo de la hélice,
con ardores
que reprimieron
en la infancia.
Aprendieron la métrica, la rima y el verso.
A contonearse sin ser notadas.
¿Qué sentirán las amadas por sus padres?
IV
La radióloga vivía con nosotros.
Cuando padre se fue,
decidió quedarse.
Se victimizó
unas semanas,
hasta que madre dijo
que ella separaba las cosas.
En el régimen militar
madre era salomónica.
El agua y el aceite no se mezclan.
Pero conviven.
La radióloga me obligaba a cerrar
los ojos y a dar la vuelta
cuando se cambiaba.
Un día los abrí antes de tiempo
y un círculo solar
quedó pegado en mi retina.
Contó los segundos
y arrancó de la oreja
la gasa y la venda.
Gabriela Schuhmacher (Santa Fe, 1970)
Golpe de frío, Mención Honorífica Premio de Poesía de la Provincia de Santa Fe “José Pedroni” 2019, Ediciones Universidad Nacional del Litoral, 2021.
En la sombra del seto de lambertiana
mi primo es un caballo de cuero blanco
se mueve inquieto, el rostro perdido.
Una tarde me habló de golpe:
no sabés lo que vi, vamos.
Caminamos sobre el lecho de un viejo río
desde la tranquera al bosque encantado,
una cercana plantación de eucaliptos.
Lo seguí como se sigue a ciegas
algo inalcanzable.
Cuando se dio vuelta, me detuve:
hay secretos que deben esperar.
Un día papá entró y nos dijo:
Javier se accidentó, está en coma.
Nunca más caminaríamos una tarde
sobre el lecho del viejo río,
nunca diría lo que vio.
Mi primo me recuerda
cómo se sigue un misterio
cuando todavía no sabemos
qué nos hace correr y correr.
Campo de gladiolos
La casa se levantó en el último lote
antes de llegar a la avenida de arena.
Para un lado estaba el pueblo,
para el otro
el campo de gladiolos, melones
y sandías. Los quinteros,
con un pañuelo en la cabeza
y el torso descubierto,
tiraban detrás del alambrado
las plantas malformadas.
Era el momento
de salir a embolsarlas, siempre
alguna sobrevivía tras mezclar
la arena con abono, esa materia
oscura y húmeda del gallinero.
Un hueco, depositar el bulbo, regar
y taparlo. Simple, tan simple como
esperar que la flor abriera salmón
o blanca, los colores más frecuentes.
Cortes de luz
Sobre los cuerpos calientes del verano
el aire tirado por los ventiladores
no alcanzaba a refrescarnos.
Nos sentábamos a esperar
que la noche pasara de la mejor manera.
Cada uno conocía a la perfección
el cuerpo del otro, nos presentíamos
en la oscuridad.
Era habitual jugar a las cartas
en el piso casi inmóviles, hablando
bajo y pausado. Siempre alguno iba
a la heladera, traía una jarra de agua
y eso era suficiente.
Repetidas noches se cortaba la luz
y las paletas del ventilador
lentamente se detenían
dando fin a la partida.
Reclinados sobre los sillones
al borde de la pileta, mirábamos
el cielo para detectar estrellas fugaces.
La quietud del aire,
rota por un golpe de sangre
al advertir que pasaba una,
nos hacía mover la cabeza, como si
nos envolviera una de esas maravillas
de otra vida
que nos expulsa del mundo
hasta desaparecer.
Los colores del atardecer
aparecían al terminar las tareas.
El hijo de Doña María, la vendedora
de frutas y verduras, nos acompañaba
a contemplar el cielo.
Luego de una larga jornada
sobre el tractor, sus ojos
nos acercaban la luz
del corazón de las sandías partidas, del jugo
de los melones ablandados por las lluvias.
Antes de sentarse con nosotros
se bañaba solo y al salir de la pileta
cruzaba los brazos tiritando de frío.
Su rostro abría un éxtasis lejano
que nos dejaba desnudos, uno al lado del otro,
en el vacío de la tarde.
A la hora de la cena
Cuando niña, los perros de las casas
seguían mis recolecciones
de frutos silvestres y luego se esfumaban.
Sentada sobre algún tronco caído, desgarbada
y flaca como era, no había hombres
que sospecharan mi presencia. Inadvertida,
preservada por la noche, miraba las estrellas
y elegía una. Con la palma abierta
la tapaba y seguía con otra,
nada perturbaba la regla del cielo:
lo oculto brilla a años luz.
Convencida, de regreso a casa,
como los guardianes de los pobladores,
me acercaba a comer.
Diferenciarse en la oscuridad
es el trabajo de una vida.
Golpe de frío
La muerte pasa cerca
si sentís un raro escalofrío
que te atraviesa el cuerpo,
dijo Doña María mientras
ofrecía los lotes de verduras
al borde de la ruta. Le creímos,
cómo no hacerlo, esa sensación
aparecía seguido. Nos gustó
pensar que hablaba de su hija
muerta de pequeña.
Sobre un tablón, acomodaba
frutas o atados de acelga
como cosas queridas.
Alejados de la realidad
otras muertes pasaron cerca
con aroma a arena de río.
La mano extendida
de Doña María nos invitó
a volver del breve estupor
con un gajo de mandarina:
prueben, no se las pueden perder.
Paltas tucumanas
Mamá contaba que un amigo del norte
traía paltas de regalo, que ella
les sacaba el corazón redondo y duro
para ponerlos en almácigos.
Daba gusto ver los brotes vigorosos,
traspasarlos al suelo
con tutores y pensar cómo
sería el camino de ingreso
una vez crecidos.
Con Javier la ayudábamos
en cada plantación.
Al caer la tarde, cada uno se preguntaba
por el corazón enterrado,
por el conocimiento vegetal
que rompe la oscuridad
hacia la luz.
Al pie de la cama, agradecíamos
tener a mamá en la noche,
era la única capaz de escarbar
corazones dormidos,
lograr que volvieran confiados
a la blandura de la vida.
Nunca leímos a Pavese
Atraídos, cuando avanzaba la noche,
nos sentábamos bajo el sauce
a respirar aire fresco
sin querer saber nada más.
Era gratificante
sentir la fatiga del cuerpo
mientras esperábamos
el inevitable paso de las horas.
Nos recorría la sensación
del roce de la arena en las manos,
de las miradas esquivas bajo el sol.
Nos volvimos fuertes en lo oscuro.
Si se tiene una verdad hay que leerla
en el brillo de los ojos.
Cada uno tenía una verdad. Ninguna
otra cosa aterroriza de ese modo:
estar cerca apacigua
un dolor que no se puede mostrar.
Referencias
En la sombra del seto de lambertiana / "Los mares del sur"
Cortes de luz / “Verano”
Los colores del atardecer / “Revelación”
A la hora de la cena / "Agonía"
Nunca leímos a Pavese / "El instinto", "Atavismo"
Los poemas que aparecen entre comillas pertenecen al libro Trabajar cansa, de Cesare Pavese, en Trabajar cansa / Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, traducción de Jorge Aulicino, Griselda García Editora/Cartografías/Ediciones del Dock, 2018.