Cecilia Perna (Buenos Aires), Otra víspera, Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2016.
El beso con el árbol
Completamente fuera
de mí en un sueño
supe arrastrarme hasta la boca del árbol
del tilo añejo —
sus efectos sedantes me atraían
al centro umbroso donde el viejo
tronco se erguía.
Para llegar — palpitante corazón
en la garganta
debí arrastrarme — la panza entre las flores
dormideras
y múltiplos de ramas que se hilaban
raspándome la espalda
caían desde el fondo
de su cielo colgante — el tilo
me llamaba. Quería devorarme —
Casi parecía una mujer
envuelto entre florcitas amarillas — Pero no era. Sin duda
yo
lo amaba
y en su antigua prepotencia
— seductora
esperaba él de mí — me acaballara
de colita a las raíces
y le diera con las piernas una vuelta
rugosa al tronco
la aspereza — pasada de sus años
iba a subirse por mí
trepándome — el árbol
quería que yo lo besara —
metiéndole mi cabecita
entera adentro de su boca — por fin
mi carne blanda
pasaría al corazón del tronco
rígido centro
impredecible.
Después
no recuerdo nada
que hubiera realmente pasado — Ahora
escribo debajo
de un joven alerce.
Sus ramas recubren mi cabeza
en reverencia curvada hasta el suelo
me adoran
un poco por delante
se inclinan ante mí.
Y detrás — justo a mi espalda el tronco
se ofrece suave
ancho respaldo y firme
sostén de amor — para mi cuerpo. Yo
sin embargo
sigo en silencio
y un poco atontada todavía por el sueño
no me atrevo a girar de un solo golpe
y entregarle por completo
la boca que me pide —
Noon
La perpendicularidad de Dios
sobre la tierra
dura nada más unos minutos —
justo antes
de la Nona
se hace su poder
particularmente extraño:
podría él a esa hora — de hecho
perforarnos la cabeza con un rayo —
La luz
de su mirada ubicua
se posa sobre el centro irracional
de nuestro cráneo — punto ciego
desde el cual se trazaría
la línea primordial que nos traspasa el cuerpo
a todos
y directo hacia la tierra — por fin
nos destruiría — tal es la fuerza asoladora
de sus ojos —
Su poder
aumenta de tal forma al Mediodía
que nosotros
somos apenitas sus reptiles
erectos a la luz
pequeñísimos monstruos hambrientos —
Es por tal motivo que debemos
— después del Mediodía
cantar en somnolencia
un salmo diminuto de alabanza
una ofrenda mínima de voz — misericordia
de animalito muerto
apenas renacido en las palabras — que fue presa
— perfumado
sobre la mesa tendido
a la cruel voracidad
de nuestros dientes.
Juego en el Bosque
Espero en cuclillas
— la salida al corazón del Lobo.
Mis compañeras todas
me abandonaron ya.
Tiempo atrás — acostumbrábamos
imaginarlo desnudo
su cuerpo pequeño de perro
salvaje y gris — el músculo fuerte
se movería en círculos
seguro
a nuestro alrededor. Él mismo
haría la ronda. Para ostentar así
su mandíbula monstruosa — imposible evitar
la radiante fantasía
de montárselo a pelo —
el cuerpo hirsuto y la boca
babea amenazante — la carne toda entera.
Pero éramos nosotras
criaturitas —
impedidas por completo a semejante
fantasía.
Así que cada tanto — preguntábamos al Lobo
si estaba terminando
de vestirse
de hacerse a la costumbre de los hombres del pueblo:
ellos sí
habían aprendido — a tapar su santidad
bajo las telas.
El Lobo — asomando a la espesura
el ojo apenas
afilado — respondía vagamente
hasta asustarnos — cuánto más grande era
su domesticidad
— mayor era el peligro
amenazante.
Jugábamos así. En el bosque yo
y mis compañeras.
¿Pero cuál — entre todas estaba
dispuesta a esperar
— realmente
por el proceso del Lobo? — ¿Cuál
de todas por fin
arriesgaría completa — la primera juventud
mano a mano en una apuesta
— contra lo espeso del bosque?
Lentamente todas ellas
partieron — a la cruel civilidad
del Pueblo. La piel les maduró
sobre costado del ojo. Yo
no tengo espejo aquí. Vivo debajo
de los árboles y soy
como un pájaro durmiendo entre sus plumas —
no tengo frío — y espero
el día en que un Lobo me devore
completamente
— desnudo.