domingo, 30 de abril de 2017

Marcelo D. Díaz



Marcelo D. Díaz (Córdoba), El arquero real, Borde Perdido, Córdoba, 2016.






















La partícula de la cuerda
desplazándose
desde la base de bambú
hacia su blanco.
La puntería es precisa
un mundo idéntico al mundo
centellea
en la voz del rayo.











Las estrellas caen
lo escrito en el cielo se deshace
con la misma facilidad
con que derramo
agua sobre el piso.
Los árboles entonan
una canción
mientras recordamos
el corazón roto de la casa,
cuando la voz del dragón
era la tormenta y la lluvia.
Y el auto de papá
se elevaba como
una bengala
en la noche de año nuevo.












Hubo un tiempo
en el que había que ayudarle
a sobrellevar las pesadas hojas
que nacían en su espalda
encender las lámparas silvestres
y apagar temprano la radio.
Como captain Kirk quería llegar
hasta donde ningún poeta
había llegado. No sabíamos
de los reclamos de los árboles
como de los reclamos de la muerte.












Al igual que las gárgolas en su trayectoria
por el vacío descubrimos
que los cálculos eran incorrectos.
A falta de equilibrio
nos dirigimos hacia el desastre.
No le pregunté al astrólogo
por los ojos del dragón;
oh, pequeño dios desplegado
en la alfombra amarilla
desenfunda tus cazadores
con sus maquinarias nocturnas
convierte los enunciados
en una lengua de fuego
enciende los árboles de la experiencia
como el manto de un meteorito
que avanza imperturbable
sobre los acontecimientos.












Al amparo de sus propias fuerzas
mi padre planea, archiva el pasado
de sensei en la figuración del aire;
resta un gigante erosionado
en el centro de un remolino
contrario a las estrellas.
Los días comprometen
los músculos de la felicidad.
Permanecer en el camino –digo yo–
con la brújula rota
señalando el cuadrante
donde nos extraviamos.












El miedo nos ordena
en una sucesión finita
de luces invisibles
equivalentes a la duración
de un chispazo.
No el campo de batalla
sino la rodaja de luz
la ruina de los cielos.
Enclavado en la alocución
de la embestida
acumulada en las hojas
de la tormenta
tiemblo en su nombre.






























sábado, 29 de abril de 2017

María Malusardi



María Malusardi (CABA), el desvío y el daño, Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2017.

















no dejes que el daño sea todo dame para el desvío una cláusula despierta una tentación que roce los espacios y los sangre dame para el daño el desvío de tu impaciencia la luz que tus pestañas han borrado las aguas que arrojan vaguedades los peces que escaman en silencio de negra la espesura del pudor












si la vida fuera lineal yo sería las cenizas de un trompo después del incendio si la vida fuera lo que es (un desacierto una rebelión de lobos en mi boca) caminaría descalza sobre mi propio cuerpo para amarte












lo que me atrae del dolor es que no puedo complacerlo nunca alcanzo su voluntad ni logro denunciarlo agua turbia sobre el mundo nadie puede detenerlo ni sobornarlo lo que me gusta del dolor es su pureza: nada corrompe su compromiso con la vida apretar el nervio hasta reír de espanto y de compasión












la belleza está donde no comprendemos cuando se produce el desvío por qué amamos el daño











es desvío cuando la escritura revolcándose desciende al infierno de los cuerpos es daño cuando la palabra rota descansa en el zócalo del amanecer












cuando el cuerpo se ha trasladado a las palabras y son ellas las que incendian el espacio donde se cruzan sin perderse guiñándose los ojos recalcitrándose y muriendo me encuentro con vos me encuentro con él me arrastro sobre las espinas del lenguaje



































jueves, 27 de abril de 2017

José Ioskyn



José Ioskyn (La Plata), Acerca de un imperio, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2016.






















El grito

Mi vida es simple
me acuesto al sol
entre las espigas
mi padre hace la siega
con el filo de la
guadaña.
Cuando llueve
comemos torta de trigo
y bebemos
el mosto.

Una legión de
soldados del César
me ha arrancado
de casa
como a una espiga
que no quiere salir
de la tierra.
Meses más tarde
me han abandonado
cerca de un río
helado
ahora en las noches
camino sola
he perdido el habla
mi voz ha quedado
dentro de mi cuerpo
y mi grito
no puede salir
aunque destroza
mis oídos.












Música en el Sahara

Mi esposa es negra
mi amante es negro.
En el desierto
cuando un camello
camina hacia atrás
el tiempo se detiene.

Voy hacia la montaña
descanso sobre una piedra
sueño con una habitación azul
y un instrumento con teclas
que hace el sonido de la lluvia
ésa de la que me hablan
los viajeros.












Los caminos del desierto

Dicen que la vida
nació de un grano de arroz
enterrado en el mar.

También dicen
que hay un solo dios
que ha creado todo
con su mano alada.
No puedo creer que sea uno
puesto que los caminos
del desierto son tantos
como uno quiera.

Los dibujos que las estrellas
hacen al marchar por el cielo
el arado, el carro, la osa y la lira
son lejanas y están siempre
en movimiento.
¿no es contradictorio
con su dios uno, solitario,
y eterno?












El poema

Dice Zenón:
el poema que fue escrito
es
y el que no fue escrito
también 
es.

Las palabras
no están dentro
están fuera:
en el pecho inflado del gladiador
o en las velas del barco de guerra.

Pienso en esto mientras escancio
al pie de la vid, muy tranquilo
al tiempo que la emperatriz agoniza
en un lecho de rosas y mármol
ella debe recordar a la eternidad
aún muerta.































martes, 25 de abril de 2017

Hugo Francisco Rivella



Hugo Francisco Rivella (Salta/Córdoba), Endentro de mí y el poema posible, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2016.





















En esa casa

En esa casa hay algo de mí.
La vieja azada seguía al costado de la puerta del jardín,
una que otra vez,
mi padre,
que siempre fue un recuerdo difuso, aporcaba las dalias,
las hortensias.
El verano no podía pasar sin llegar a mi casa.
Las brevas de la higuera maduraban en diciembre, poco antes 
/de que el rumor de los coyuyos aturdiera la siesta.

Aún sigo mirando aquellos días.












Mar y tiempo

El mar dejó sobre la playa una moneda que tiene adentro un barco que se hunde,
y tiene,
rocas de forma indefinida como el tiempo sin límites del hombre.
Se deshuesa en mi cuerpo,
deambula por mis párpados,
sale a hablar del crepúsculo con los viejos marinos
que beben su corazón a cada trago.

Danza en las olas como el sueño de un caballo herido.












El poeta

En lo que escribo estoy apenas nítido,
seducido,
tal vez,
por el espejo de bocas infinitas,
porque amo los jaguares y un niño de arenilla se deshace en el viento.
Escribo porque no tengo miedo de morir,
porque el silencio pesa más que la tierra con todas sus palabras.

¿Quién leerá mis secretos?
¿Qué música celebrará la primavera?

¿A quién le llegará esta manía de mirar por el ojo de la muerte?






















lunes, 24 de abril de 2017

Marina Kohon



Marina Kohon (Bahía Blanca), Un jardín en medio de la nieve, Alción, Córdoba, 2017.





















                        todo eso que callás
te desbordará en la sombra
                            del gesto
irrefrenable como las estaciones
¿serás silueta o centro?
¿del hambre o del deseo?
respirarás tu cicatriz
            en lo invisible
     bajo la pérdida del fuego





témpano
   de un cristal mínimo
             podrías ser
                       si quisieras







pero  sos
luz mineral
que eriza la pérdida
                       y borra los contornos
                 de la piedra fundamental
                           donde me paro
que toma la medida
                 del acantilado
            para reinventarse en mi ojo
y  reforzar el apego






Persisto:
escribo lo real
            desde lo ficticio
para asegurar
                     la eternidad
    de un reino de espuma






preferiría
           que estos dos hemisferios
se declararan la guerra y se ahogaran
                                                   en la grieta
                                      que han cavado
y no esta imagen
de la rama dorada oscilando
               sobre la reja
–espejo de los días–
         esta repetición de un eco
                        erguido
            en el agua más ausente





No temas,
no me fue otorgado
el don de ser valiente:
     enlazo palabras
             y  evito pronunciarlas.






Nada fue dicho:
         todo permanece
                      escindido entre los filos
y  nos desdice de los gestos
            se ríe del juego que
                                      jugamos
           de la inocencia
  con la que me inventé
                         un jardín
               en medio de la nieve






































jueves, 20 de abril de 2017

Laura García del Castaño


Laura García del Castaño (Córdoba), El sueño de Sara Singer, Caleta Olivia, Buenos Aires, 2017.





















La muerte es un film de Woody Allen

Temo a los poemas cerrados como hombres solos
a los mapas de ciudades hundidas o inexistentes
a los perros atados en las fábricas
a los manojos de llaves
a las mujeres que harán de mi su Atolón Bikini
Temo a la palabra huésped
al suspenso de una dicha que se tarda
al rastro del ciego
a los coleccionistas, a los testamentos
Temo al vaivén de los santos en las procesiones
a las ancianas de pelo rojo,
a Cècile, de bonjour tristesse 
a la canción que pusiste el día de nuestra muerte
Pero sobre todas las cosas temo
al asesino
en el sueño recurrente de mi padre,
a su víctima
y a esa parte que quedó
viva para contarlo.












La música del esquimal no viene de la música


porque el dolor del esquimal no tiene habla
Por eso fabrica su tambor con la piel de la morsa
la piel de su estómago

Un animal mudo digiere su pena
Un dolor enquistado en un antiguo depósito ya no 
prosperará

Fabricar un instrumento con la piel de un animal mudo
te asegura el silencio

Este dolor no tenía estómago ni música ni fiebre
Era rabioso, noctámbulo, glaciar
así como un murciélago
Fabricar un instrumento con la piel de un animal rabioso
me aseguró el final.










El río Awash

Al norte de Etiopía en la tribu Afar
una mujer camina quinientos metros hasta el río Awash
para traer veinte litros sobre sus hombros

A simple vista, parece no costarle esfuerzo
Como si antes de cargar todo ese peso
hubiese tenido que vaciar su propia sed.












Cuarto de huéspedes

El cuarto de huéspedes es pequeño y sin llave
ropa vieja, bolsos de viaje
salvo por un cuadro de la tribu Maasái
nada presumiría aquí lo salvaje
dos hombres trepados a un árbol
en medio de la noche
hacen sonar sus dedos
para que un ciervo no identifique su habla
Los chasquidos encajan mejor en la naturaleza
El ciervo nada oye
y es parte de la naturaleza de este cuarto
pequeño y sin llave
prácticamente mudo
si no fuera
por ese viejo placar
que cruje en medio de la caza llamando a sus huéspedes
aunque aquí la noche esté desperdiciada.

























martes, 18 de abril de 2017

Marcos Silber


Marcos Silber (CABA), MercadoNegro, El Mono Armado, Buenos Aires, 2017. 
























Pared por medio

Nebulosa la hablería de una Ella y un Él.
El tono: en clave de rutina hogareña.
Una que otra nota se evapora, no llega.
Luego, silencio y los pasos
camino al recinto soñador
según la rutina de la práctica de uso.
Se supo, el ángel del deseo llamó.
No hubo respuesta y continuó su ruta.
Después, cada uno tomó para sí al otro
según la rutinaria práctica de uso también.
Flota en el aire una sonrisa triunfal,
primitiva, de caverna.
Qué pena -digo para mí- el amor, la hazaña
más rica y viva de la misma vida
no fue invitada y -lo mismo- siguió camino sin más.
Y bueno, el añejo que esto cuenta se dice:
fatal la mudez que se puso y se quedó.
Y se dice también: imperdonable
el amor no atrapado no atendido.
Pobre la tontita esa una Ella.
Pobre el tontito ese uno El.  












Naipes


"Remedio para melancólicos"
R. Bradbury


El juego: construir casitas.
Con las cartas. Y sumar en altura
contra la bruja "ley de gravedad"
hasta la sonrisa victoriosa.
El juego: soplarle a la fiesta del derrumbe.
Pero (aquí el pero)
ningún vendaval pudo con las casitas
levantadas con marejada de cemento jovial,
ese, mezcla de nene y esperanza.













Mariposa


Entre los quiebres de mi propio 2x4
apunto: no te cuidé, y te perdí.


Es una mariposa; negra.
Madre o abuela; robusta ella.
Llega y con la voz de la perdida
me habla al oído: "no me cuidaste, dice,
miraste para otro lado, el único,
el de la santa palabra, tu amada inmortal".
El suceso no fue probable, fue.
En cierta ocasión, llorosa, la que perdí
me contó cosas en clave de angustia, y yo
-recuerdo- anclado en la elección de un sustantivo,
nada le tomé, nada.
En otra, llegó hasta mí, exultante,
mensajera de algo bueno, dichoso;
total que yo, cabeza y corazón ocupados,
lidiando con un rebelde remate de verso,
nada le tomé, nada.
Al cabo o mientras el día a día
con marcha a paso redoblado
y con un tiempo fuera del llamado tiempo,
la negra butterflay, intrusa mariposa fiscal, llega
y con la voz de la que perdí
me habla al oído: "no me cuidaste, dice".
Es noche, con silencio de mudo desierto.
La visitante voladora se aleja y retorna
para llegar cerquita, muy, y volver a repetirme:
"no cuidaste de mí". 



















sábado, 15 de abril de 2017

Santiago Alassia


Santiago Alassia (Rafaela, Santa Fe), Hueco en el mundo, Baltasara, Rosario, 2015.


















El tío

No soy un niño, me doy mi propio cáncer.

Calmo encendí esta noche un fuego que perdura,
me cuida como a un pobre: con distante claridad.

Habito los fondos de la casa,
es éste un verdadero hogar del apartado.

Van horas ya en que el fuego trepa
a través del aire imprescindible.

Hago de hogar, hago de hacer hogar.

Es leve este fuego que perdura, es un fueguito. 
La poca hierba cercana empieza a marchitarse.

Ya no soy un niño, me doy mi propio cáncer.

La tierra se ha largado a una deriva silenciosa:
cualquier espacio que imagino es un potrero blanco
lejano como una herida incalculable.
Si apareciese un rayo, una tormenta,
la frente de mi hermano dormido en el ombú
con las arañas, si apareciese, pero no:
parece que esta noche el azar es arbitrario.

Aquí, sobre los fondos anchos de la casa,
ya no canto, espero un brote nuevo,
una verdad que me tenga apaciguado.
Como una torre de palabras espera a su viajero,
su fiel que la desea y que la busca.

El fuego trepa, yo lo escucho. Su pasión
no alcanza a llenar la blancura aparecida.

Ahora, desde lo alto de los cerros un hombre me señala.
Pero aquí fue siempre tan llano que nunca ha habido cerros
y nadie puede ver cerros con este barro
que se pega a la cara, que no se va de los ojos.
Hay, sí, un cargado ruido a grillos que no callan:
algo andarán pidiendo.
Y la huella escarpada que dejaron los caballos
en su estampida, los trabajos inconclusos,
más allá el pastizal donde anidaban las culebras,
y las tierras que el amor no visitó.

El fuego alumbra lo que mis ojos ven, lo que no hay:
una materia toda igual de cosas que se diluyen.
Así también con los recuerdos, su atroz puntualidad:
desaparecen.

Todo lo que traje son ramitas, cuadernos
donde he soñado que alegres marionetas me abrazaban
en el centro de una isla inalcanzable.

Atizo el fuego. Si por quebrar una ramita muevo el aire,
muevo en el asombro un orden diferente:
el que me trae la paz, el necesario.

No muy lejos de aquí, hacia la chacra,
¿era yo quien jugaba envuelto con el aire
entre las hierbas, o era simplemente la tenaz
ilusión de unos padres ya maduros?

Salvia, tomillo,
mi madre fue duquesa y mi padre changarín,
no pordiosero: changarín. Sabía
el arte de andar improvisando con el mundo.

Tachos, carretas,
la infancia es una madre que abandona.

¿Dije que es de noche y al paisaje
lo filtran la penuria, sus trapos, sus caricias?

Es mala esta llanura, no tengo explicación.

Ahora, lo que en mis ojos hay: toda esa gente
metida hasta el cabello en una zanja
buscando hinojo, sin prisa, como con fiebre.
Un leñador hombrudo levanta unas raíces:
tiene grietas en las manos, ríos secos.
Luego se aparta y se echa a masticar.

Termina este fuego lentamente, ya se apaga.

Llamo dolor a la elocuencia de pastar
sobre los charcos eventuales de la noche,
a tientas ver ahí lo que dibujan.

No soy un niño, pienso, me doy mi propio cáncer.
El otro como desierto planta mi soledad.
















I

Llega un día en que se apaga todo ruido del afuera. Ese día
no es grande ni solemne. No hay misterio. Se instala
como un pájaro tranquilo que pudiera bostezar
parado en una rama, después del vuelo diario.
Hay algo más: en la negrura de la noche
una hormiga sale de entre los escombros y cruza el piso irregular. Va rápido,
su marcha es segura aunque cada tanto parece otear el panorama, y entonces
cambia de dirección. Hasta que llega a un punto en que se paraliza. Y allí se queda,
no muerta pero inmóvil, se diría que por siempre. Un punto como cualquiera.
A partir de ese momento no hay rama ni relato que soporte, nadie habla,
no hay bostezo del pájaro ni almohada que usáramos de niños,
no hay recuerdo de rápidas patitas ni las ganas de correr buscando un haz de luz.
Lo que hay es sólo el punto abstracto,
el punto imbécil del espacio en que la hormiga se detuvo.