miércoles, 18 de febrero de 2015

Horacio Zabaljáuregui



Horacio Zabaljáuregui (América, pcia. de Buenos Aires/CABA), América, Bajo la Luna, Buenos Aires, 2014. 

Colaboración de Irene Gruss.


















Crematorio

Voy con mi hermano a cumplir el trámite de cremación de los viejos.
Tal vez, ensimismados en su último gesto, ellos transcurren en la foto ciega de la eternidad
     pero de este lado, en el tiempo con vencimientos,
hay que liberar la cuadrícula en el multitudinario catastro mortuorio.
Entonces, a mi hermano se le ocurre verificar el contenido de los ataúdes.
Una decisión caprichosa, tal vez plausible, pero intolerable;
me exaspera pero lo acompaño.
Consiento en ver para creer.
Como en un desafío infantil, una puesta a prueba del valor personal.
El pedido sorprende y fastidia un poco al empleado municipal
Pasamos al backstage de la incineración, una factoría de desguace de lo que va a dar al fuego.
Los operarios rompen a hachazos los ataúdes, en una operación brutal:
Distingo
el cráneo como de cuero ahora de mi padre sobre el que siguió creciendo el pelo.
Se lo peinaba tirándolo desde un costado.
Llevaba mal la calvicie.
Las cuencas vacías de mi madre que se murió con menos años que los que tengo ahora.
Distingo los huesos, poco menos de lo que dejó el cáncer que la arrasó.
Su crucifijo con una cadenita le dan a mi hermano.
Mi padre esperó a que llegara y se murió en mis brazos un jueves a las cinco y media de la 
   tarde en el Hospital Israelita.
Me despedí de mi madre susurrándole al oído, una noche
con la esperanza de que me escuchara en la otra orilla de su agonía.
El peso del mundo va de suyo en los restos,
y ahora estos despojos de película clase B
pasan a ser su único recuerdo.
Calcinado resplandor puro espejismo.
Cenizas quedan:
son polvo y en una urna estándar.
El dolor de grasa dulzona, de repostería barata de crematorio,
me quedará impregnado en el olfato durante un par de días.






Morgana

Morgana, la labradora negra arrastra las patas como horquetas,
la osamenta desvencijada;
ya no recupera, no trae de vuelta
presas, palos, botellas de plástico,
vaya a saber qué.
Presa ella en una jaula de niebla, se le borronea el mundo,
entumecido el impulso, el ímpetu, se pierde
del agua,
su ascendente.
Pero la retriever azabache
teje y traza el surco
que me lleva a la estampida del verano,
la transparencia remota
cegadora de ninfas aparecidas
y el tótem del estío
ardiendo.
Entonces Pepa, mi abuela, se lava la cabeza.
Se hace dos trenzas
y antes de que se armen en rodete,
descienden sobre sus hombros.
Su aspecto rejuvenece;
Pepa cuelga el batón del alambre.
Las gallinas miran desencajadas con los picos abiertos:
es la luz mala de la siesta;
no la fría, fosforecente, mala luz lunar
de los aparecidos de los huesos,
los locos solos.
Esta calcina
encandila y enciende las avispas;
Pepa mira el laurel con los ojos entrecerrados sin gafas.
Le pido a la perra negra que recupere la estampa,
el diorama que iluminan los estambres de la lámpara.
La linterna mágica,
las sábanas inmóviles, telones del verano.
Le grito: "traé!"
Vieja y todo,
me mira como nadie más sabe, castañetea los dientes,
y trae;
labra el rastro con el hocico frío y húmedo.
En una sonda de luz, entre los lienzos del tiempo,
a través de vaya a saber qué aguas...
–¿Estará Apolo en el cielo de América encegueciendo ninfas avispas y pitonisas y al indio que 
    pasa golpeando el bastón blanco en la puerta del zaguán?–
Pura manía a ojo
recupera para mí,
a Pepa que se atreve en esta hora, la de desfallecer a la sombra
y trae:
el espinazo de la imagen
bordado en la tela de luz del bastidor del tiempo.
Entonces ahora, pero ahí
Pepa como la Aleta del príncipe Valiente se hace las trenzas
entrecierra los ojos miopes y me saluda sonriendo;
a mí,
que la miro desde la penumbra;
recién levantado, un aparecido del sopor,
haciendo pie en la radiación de la vigilia.





***


Sostiene el sombrero junto a la pierna derecha;
botamangas anchas, alto el tiro del pantalón,
lleva corbata y el infaltable pañuelo en el bolsillo superior del saco.
Está parado sobre una roca,
una mata pequeña,
al lado del pie izquierdo;
atrás, el arroyo,
más rocas, un arbusto y lejos, al fondo,
se adivina una casa:
mi padre sonríe, en un paisaje serrano;
hay algo inusitado en la foto,
aunque usual para la época:
el hombre, de traje,
en la sierra cordobesa.
En otra
de bordes dentados, en sepia,
de tres cuartos de perfil,
atildado,
con aire de galán,
posa,
presuntuoso,
pulcro,
"detallista". (Para él, una virtud cardinal);
peinado a la gomina, la raya casi al medio,
el bigote recortado con prolijidad;
aquí las solapas son anchas, lleva chaleco,
impecable,
el nudo de la corbata.
Las cejas pobladas sombrean
ojos claros;
miran con intensidad
como si la cámara fuera un espejo.
Debe tener veintisiete o veintiocho años;
su bella época en América:
vermuts en el club Atlético
junto a los notables del pueblo.
Años más tarde abrirá El Clásico,
la casa de ropa para el hombre elegante;
luego dejará el negocio
por culpa de un tío de mi madre,
la traición familiar.
Nos vendremos a Buenos Aires
pero en su leyenda,
lo que no fue,
y tenía deparado,
todo
queda en esa nube de oro;
"él estaba para otra cosa";
peso muerto del imaginario ajeno,
tejido crispado,
run run hostil,
eco estelar en la infancia.














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